Violencia y religión

La violencia continúa siendo en El Salvador un problema grave. Hace pocos años nuestro arzobispo nos ayudó con su carta pastoral, titulada con unas palabras del salmo 55, 9, que decía “veo en la ciudad violencia y discordia”. Hoy estamos viviendo en un régimen de excepción y restricción de derechos ciudadanos motivado por un repentino auge de homicidios. Pero la violencia sigue sintiéndose en muy diferentes niveles de la vida de las personas.

Por: José María Tojeira, Sj

La violencia homicida como camino de solución de conflictos y necesidades, la agresión al débil, la pobreza y la desigualdad, el abuso sexual y el machismo, el autoritarismo de personas e instituciones, los discursos de odio, son expresiones de esa realidad violenta en la que nos movemos. Hay mucha gente buena en El Salvador. Pero lamentablemente la violencia se ha afianzado de demasiadas formas en la cultura y en las formas de relacionarse con el prójimo. El cardenal Rosa Chávez decía con acierto en su homilía del 24 de marzo en catedral, que si San Óscar Romero viviera en estos días “alzaría fuerte su palabra para que no permitamos que se aplaste la dignidad del pueblo pobre que sufrió la masacre de El Mozote. El deber de guardar la memoria no es negociable porque sin memoria no hay futuro”. Y es cierto, porque si a alguien protegía y defendía nuestros santo era a quienes no tenían voz para defender sus derechos. Y si algo denunciaba era precisamente el desprecio y la marginación del pobre, de su dignidad y de su memoria. Problema que en buena parte continúa vigente.

La Iglesia, que cuenta con el legado del Evangelio, sabe bien que los medios pacíficos y no violentos son los mejores para construir sociedades fraternas. La violencia construye su poder sobre la fuerza bruta. Solo así consigue lo que ni la palabra, ni la moral, ni el derecho le permitirían conseguir. El espíritu cristiano se opone al mismo tiempo a la violencia como brutalidad impositiva y doblegadora de voluntades, y al conformismo e indiferencia ante las injusticias sociales o históricas. Sabe pedir perdón cuando se equivoca y busca siempre reconstruir la fraternidad desde la no violencia. Ante el Estado, que tiene el monopolio de la violencia defensiva de la sociedad, la Iglesia pide un uso de la misma proporcional, sujeto a leyes, protegiendo además los derechos básicos del agresor al que hay que controlar e incluso en ocasiones privar de algunos de sus derechos, pero sin olvidar que es también persona. El trato violento y cruel que hemos visto recientemente en las redes contra los privados de libertad refuerzan la cultura de la violencia en vez de conquistar la paz. Construir paz social, amistad entre los seres humanos, entendimiento y diálogo, es tarea fundamental no solo de las Iglesias sino también de cada cristiano en la medida de sus posibilidades.

Cuando la tendencia en nuestro país se concentra en responder a la violencia con violencia, sin examinar las causas de la misma, y además respondiendo sin moderación, la Iglesia alza su voz y su palabra. A cada cristiano nos corresponde enfrentar los diversos aspectos de la violencia que con demasiada frecuencia se cruzan en nuestra vidas. Porque el machismo es violencia y se traduce con frecuencia con brutalidad en abuso y violación. Lo mismo que la agresividad sin freno, tan presente en muchos aspectos de la vida cotidiana, que con frecuencia se refleja en un tráfico con tasas epidémicas de muerte y daño severo. El alcoholismo o la corrupción que con frecuencia se defiende violentamente frente a quienes la descubren o enuncian, son también elementos que fomentan la violencia. Y lo mismo podemos decir de la injusticia estructural reflejada en la desigualdad en campos como el económico, las pensiones, la salud y tantos otros valores y bienes injustamente repartidos.

Estamos rodeados de violencia, e incluso las mejoras en aspectos tan graves como el homicidio no han logrado sacar al total de los asesinatos de la categoría de epidemia. La cuaresma es tiempo de conversión. Por eso mismo debemos aprovechar este tiempo para examinar nuestra cultura personal y social, erradicar de nosotros hábitos o costumbres que acepten o fomenten la violencia, y convertirnos en constructores sociales de paz y amistad social. La muerte del Señor crucificado por nuestras actitudes violentas nos anima siempre a resucitar con Él en solidaridad y vida fraterna.

Fuente: Opinión UCA

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