La salvadoreña Jesús Aguillón observa, con el corazón partido, la fotografía de su hijo Miguel Aguillón, de quien no sabe nada desde hace más de 30 años, cuando él emprendió el viaje a México, como inmigrante indocumentado.
Por: Edgardo Ayala
“Me pongo a platicar con él, porque tengo la foto aquí, le digo: ‘Hijo, no sé si has muerto, y si está vivo, mi hijo, sé que algún día vas a venir’”, contó a IPS en su casa, señalando a la imagen, doña Jesús, a la que todos llaman Chuz, de 83 años.
Ella vive en el cantón Hacienda Montepeque, del municipio de Suchitoto, en el departamento de Cuscatlán, en el centro de El Salvador, y es una de las tantas madres que nunca más supieron de sus hijos cuando emprendieron el peligroso viaje como indocumentados hacia Estados Unidos.
La mayoría viaja, empujada por la pobreza, desde Guatemala, Honduras y El Salvador, y el riesgo de morir se da al atravesar México y los desiertos del sur de Estados Unidos, en los estados de Arizona y Texas.
Ciencia con rostro humano
La genética ha venido dando un aporte importante, desde la ciencia, en la localización de esos migrantes que fallecieron en el camino.
“Acabo de venir del aeropuerto (de El Salvador) de una repatriación de las osamentas de una migrante salvadoreña”, dijo a IPS Omar Jarquín, secretario general del Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos (Cofamide).
La joven era originaria de La Laguna, un pueblo del departamento de Chalatenango, en el norte de El Salvador. Fue localizada gracias a un esfuerzo regional para encontrar a migrantes, o a sus restos, con el apoyo de la ciencia genética.
El Proyecto Frontera, del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), ha desarrollado desde 2010 un programa regional de búsqueda y localización de inmigrantes reportados como desaparecidos, junto a gobiernos y organizaciones civiles de países centroamericanos y de México.
En El Salvador, el Banco de Datos Forenses de Migrantes No Localizados lo conforman, además de Cofamide, el Ministerio de Relaciones Exteriores y la estatal Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.
Los datos del Proyecto Frontera, a noviembre de 2021, revelan que de 1622 casos de inmigrantes no localizados, se han identificado a 252, gracias a que previamente se realizaron 4240 perfiles genéticos obtenidos del ADN de los familiares, como parte del esfuerzo regional.
De ese total de 1622 casos documentados, 516 son de mexicanos, 615 de hondureños, 368 de salvadoreños, 111 de guatemaltecos y 12 de otros países.
El equipo argentino ha trabajado, además, en El Salvador en la identificación de osamentas de personas dadas como desaparecidas durante la guerra civil en ese país centroamericano, que inició en 1980 y finalizó en 1992, y se saldó oficialmente con 75 000 muertos y 8000 desaparecidos.
La esperanza que da la incertidumbre
“Yo, como madre, nunca voy a perder la esperanza”, agregó doña Jesús, sin dejar de mirar el retrato de Miguel, que tenía unos 24 años cuando dejó su hogar con Estados Unidos como destino final.
“Sería mejor saber de una vez si está vivo o muerto, en lugar de estar en esta duda”, señaló Manuel Aguillón, de 57 años, otro de los hijos de doña Jesús. Ella y cuatro de sus hijos, dos varones y dos mujeres, se han congregado en la casa de su madre para atender IPS y contar su historia.
En El Salvador, Miguel se ganaba la vida como fotógrafo de pequeños eventos familiares, como bodas, bautizos o cumpleaños. Buscando un mejor futuro, decidió emigrar en 1990.
En su travesía, el salvadoreño hizo una pausa en México y con el tiempo se estableció en Puerto Madero, en la costa del océano Pacífico, en el municipio de Tapachula.
Regresó a El Salvador un año después, a mediados de 1991, y visitó a la familia. Luego inició de nuevo el viaje, como migrante indocumentado. Desde entonces, ninguna noticia.
“Desde esa fecha, ya no supimos nada de mi hijo”, acotó la madre, con un nudo en la garganta.
Algo muy parecido le pasó a Jarquín, de Confamide.
Su hijo David Alexander Jarquín Pineda es uno de los migrantes desaparecidos. Inició el peligroso viaje en marzo de 2014, cuando tenía 24 años.
El primer intento fue fallido, pues fue detenido por las autoridades migratorias y deportado al país.
Sin embargo, lo intentó nuevamente, y la última vez que padre e hijo se comunicaron fue cuando el joven se encontraba en la ciudad fronteriza de Reynosa, en el estado de Tamaulipas, en el noreste de México, en la ribera sur del río Bravo, llamado río Grande en Estados Unidos.
“Ya pasaron ocho años, no sé qué pasó, si falleció o está vivo, lo secuestraron, no sé”, dijo Jarquín en la capital salvadoreña.
Y agregó: “A veces pienso en ir a buscarlo, pero no tengo visa, no clasifico, no tengo dinero, y si yo voy a México como indocumentado, yo voy a ser otro desaparecido”.
La migración desde América Central a Estados Unidos “ha alcanzado su máxima expresión en el considerado como el mayor corredor migratorio del mundo”, explica un documento publicado en 2019 por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).
Agrega: “Quince millones de personas, la mitad del total de migrantes de América Latina y el Caribe, y un promedio de 10 % de la población de cada país, han seguido esta trayectoria”.
Según un reportaje de The New York Times, publicado en agosto de 2021, la Patrulla Fronteriza había encontrado, entre enero y julio de ese año, a 383 migrantes muertos, la cifra más alta en casi una década.
Un paso adelante, con tecnología de vanguardia
El 14 de febrero, la Universidad Pompeu Fabra, de la ciudad española de Barcelona, anunció en un comunicado que se ha creado una base de datos genéticos de la población salvadoreña, y que ello constituye una “potentísima herramienta para identificar de forma más certera los restos de desaparecidos en El Salvador y en la ruta del migrante”.
En el proyecto han participado, específicamente, un equipo de investigación del Servicio de Genómica, de esa universidad, y del también español Instituto de Biología Evolutiva.
No existía hasta ahora, asegura el comunicado, en El Salvador ni en el resto de Centroamérica, una base de datos de esa naturaleza, sobre las características genéticas de población del país, obtenida a partir del ADN de 400 personas, ubicadas varios puntos del país.
Sí se tienen, como ya se señaló, bases de datos genéticas de personas específicas, con cuyo ADN se ha encontrado, y se sigue buscando, a un pariente o familiar desaparecido en El Salvador o Centroamérica, ya sean migrantes o no.
En el proyecto también participa la Asociación ProBúsqueda, de El Salvador, la cual desde 1994 se ha dedicado a buscar niños que, en medio operativos militares, durante la guerra civil, fueron arrebatados de sus familias por unidades del ejército y dados en adopción a familias estadounidenses y europeas.
ProBúsqueda, fundada en 1994, ha localizado a más de 400 niños —que ahora son adultos jóvenes —, gracias a que logró desarrollar, a partir de 2006, su propio banco de datos genético, aunque el análisis de las muestras de ADN las ha realizado en laboratorios en el extranjero.
Ahora El Salvador cuenta con una nueva herramienta científica para dar más certeza a los resultados finales.
“Nos interesa saber cómo son genéticamente los salvadoreños pero para sacar otros datos estadísticos, de ese estudio poblacional grande solo se van a sacar datos estadísticos”, explicó a IPS en San Salvador la genetista de ProBúsqueda, Patricia Vásquez, que participó en el proyecto.
Es decir, ese estudio genético poblacional no es sobre cómo son físicamente los salvadoreños, sino sobre los datos intrínsecos de la configuración del ADN de la población en general, que en la práctica resultarán en datos numéricos que se incluirán en la ecuación final para obtener resultados más fidedignos.
Si una “asociación” o “match” entre dos muestras de ADN ha dado un resultado de 99,9 % de certeza de que estén familiarizadas, ahora al incluir los datos que arroja el estudio poblacional la cifra puede ser 99,99 %, explicó Vásquez.
“El resultado va a ser más fuerte al saber cómo estamos compuestos genéticamente los salvadoreños”, subrayó.
A Jesús Aguillón le gustaría que se incluyera el caso de su hijo Miguel en esos esfuerzos nacionales y regionales por encontrar a migrantes desaparecidos, ya sea que lo hallen vivo o muerto.
“Pero yo tengo fe que está vivo”, repite con una congoja que envuelve a toda la familia en el silencio.