Cada vez son más claras las lógicas de actuación de la administración de Nayib Bukele. Cambian las coyunturas, pero los patrones se mantienen. En primer lugar, se opera bajo la premisa del “quien no está conmigo está contra mí”, dividiendo al país en “buenos” y “malos”.
El presidente decide quién está de un lado u otro, y sus funcionarios y seguidores, en consecuencia, atacan con insultos y mentiras, o premian con elogios a los señalados. Con motivo del régimen de excepción, en el grupo de los sujetos a escarnio se ha incluido a instancias supranacionales y organizaciones internacionales que han expresado su preocupación por el irrespeto a los derechos humanos y por la anulación de la independencia judicial. Ningún argumento o crítica es válida contra la decisión del presidente, que vale más que las leyes y que toda la institucionalidad pública junta.
La segunda lógica imperante es ocultar toda información que por naturaleza debería ser pública y silenciar a las voces de la sociedad que denuncian la verdad de lo que pasa. Un nuevo paso en esa dirección es la aprobación de la llamada “ley mordaza”, con la que se pretende que la población no conozca nada de lo que sucede con los grupos delincuenciales, sus pactos y alianzas. En definitiva, lo que se persigue es que los periodistas solo publiquen lo que le conviene al Gobierno, como hacen los medios que ya están bajo la órbita del poder.
La tercera es la de la improvisación ante los grandes problemas que aquejan a la población. La ausencia de un plan de nación ha hecho que ministerios y funcionarios actúen según los ánimos y posibilidad de beneficio del grupo en el poder. Así se atendió la pandemia, se adoptó el bitcóin y se dio respuesta a la ola de homicidios. No importa el derrotero de las medidas ni las consecuencias; lo fundamental es que tengan un impacto mediático para aparentar firmeza y asegurar beneficios clientelistas.
A lo anterior se suma la megalomanía expresada en la onerosa y permanente campaña mediática oficial para hacer creer a la gente que toda acción gubernamental es inédita e histórica. Así, el hospital El Salvador es el más grande de América Latina, la Semana Santa recién finalizada ha sido la más tranquila desde que hay registro, el país ha sido pionero mundial en la adopción del bitcóin como moneda de curso legal, nunca antes ha habido un mejor ministro de defensa, etc. Todo es lo más grande y lo mejor, a tal grado de exageración que raya con lo patológico (y lo patético).
Más allá de sus pretensiones de originalidad, las lógicas de actuación de la administración de Bukele son de todo menos novedosas; con cierto matices, son las propias de cualquier Gobierno autoritario, con independencia de la época y la región. El guion se repite. A la hora de enfrentar situaciones de crisis social, lo común en los gobiernos autoritarios, sean de derecha o izquierda, es recurrir a la militarización de la sociedad e irrespetar los derechos humanos. Si algo demuestra la historia salvadoreña es que las medidas autoritarias y el aumento de la represión, pese a su popularidad, no constituyen el antídoto contra la violencia. En el Salvador, el origen de la violencia está en la exclusión, en la segregación social y económica que permanece intacta. A falta de un abordaje integral, Bukele responde a la criminalidad con fuerza bruta. Y en eso, como en otras dinámicas, no hace más que seguir lo pasos de otros.