La investigadora Imogen Napper tenía 24 años y estudiaba su doctorado en 2016 cuando se le ocurrió una idea que ella misma hoy llama “locura”. Salió del campus de la Universidad de Plymouth, una ciudad de mar en el sur de Reino Unido, y se fue de gira por supermercados y tiendas con la pregunta: “¿Aquí tienen bolsas biodegradables o compostables?”. El departamento el que realizaba sus estudios, y donde hoy sigue trabajando, es la Unidad de Investigación Internacional sobre Basura Marina de esta universidad, un centro pionero y uno de los más punteros del mundo en el análisis del impacto de los plásticos en los océanos.
“En conversaciones con mi supervisor salió un debate muy interesante sobre el plástico compostable y biodegradable; se estaba haciendo cada vez más popular y queríamos estudiar cuándo se desintegran estos productos. ¿Es una cuestión de días, meses, años?”, cuenta por teléfono desde Plymouth. Su supervisor era Richard Thompson, el investigador que acuñó por primera vez la palabra ‘microplástico’, y que ha dedicado toda su vida como científico a analizar los efectos de los plásticos en los entornos marinos.
El equipo de investigadores decidió hacer un experimento para indagar. Se introdujeron cinco bolsas biodegradables y compostables que la joven científica había recogido en los supermercados de la ciudad en tres lugares diferentes: enterradas bajo el suelo en la universidad, dentro del agua en el puerto Queen Anne’s Battery y al aire libre, sobre uno de los muros del campus.
Napper hoy cuenta que iba a ver las bolsas cada mes, a comprobar en qué estado se encontraban. La idea era verificar su deterioro por la pérdida de superficie y desintegración, así como por cambios más sutiles en la estructura química.
En 2019, tres años después, publicaron un estudio pionero en el que sorprendían con una foto en la que la joven estudiante sostenía una de las bolsas biodegradables sucia, pero intacta y llena de productos. Solo las compostables se habían desintegrado en el mar al cabo de tres meses. Sin embargo, y aunque mostraran signos de deterioro, las depositadas bajo tierra ahí seguían. “Después de tres años estaba realmente sorprendida de que las bolsas aún pudieran llevar la compra, es lo más sorprendente para una bolsa biodegradable. Cuando vemos algo con esa etiqueta, creo que damos por hecho que se degradará más rápidamente que una convencional, pero nuestro estudio demuestra que no parece que sea así”, explicó entonces Napper.
La joven ha seguido yendo desde entonces a ver las bolsas. A principios de julio, la científica publicó en la red social Twitter una foto muy parecida a la que había colgado seis años atrás. Con chaleco salvavidas y manos sucias de barro en el puerto Queen Anne’s Battery sostiene una de esas bolsas. “¡Esta bolsa de plástico biodegradable ha estado en el océano seis años!”. Y como continuación en un pequeño hilo añadía: “Es importante debatir sobre la credibilidad de los productos para asegurarnos de que van en beneficio del medio ambiente. ¿Creeis que habrá desaparecido en los próximos seis años?”
Cuando hablamos con ella cuenta divertida que estas bolsas la han acompañado durante toda su carrera. Pero a continuación su tono es más serio ante la dimensión del problema. En primer lugar, no existe una definición común de qué significa el término ‘biodegradable’. E incide en que un producto llamado así solo se descompone según el material con el que esté fabricado y bajo unas condiciones muy específicas. “Por ejemplo, una temperatura muy elevada, la cual solo puede obtenerse en una planta industrial. Lo que intentamos es que la industria y los consumidores entiendan lo mismo por biodegradable, que todo el mundo esté en sintonía”, comenta.
Pero esta definición común y regulada por el momento no existe, más allá de los sistemas de certificación, que no suponen una obligación legal, son voluntarios. El grupo de científicos independientes que forman la organización Sapea y que asesora a la Comisión Europea, publicó en 2021 un macroinforme sobre el impacto de los plásticos biodegradables en el que ofrecía una definición: “Es la transformación microbia de todos sus componentes orgánicos en dióxido de carbono, nueva biomasa microbiana y sales minerales bajo condiciones óxicas; o en dióxido de carbono, metano, nueva biomasa microbiana y sales minerales bajo condiciones anóxicas”.
Raquel Iglesias es la directora de la pequeña empresa madrileña Dríade SM, que en 2019– el mismo año en el que la investigadora Imogen Napper sacaba su bolsa del océano por primera vez–, presentó una novedosa metodología para medir con rigor cuánto se puede reciclar de un envase. Para ella, los mensajes más importantes sobre los plásticos biodegradables son dos: “No se pueden tirar en la naturaleza, porque tienen que darse unas condiciones muy específicas para que ese plástico se desintegre; por otro lado, la clave es el tiempo. El plástico convencional también desaparece, ¿pero en cuánto tiempo, en 300 años?”.
Para esta técnica existe una gran confusión sobre el término y sobre qué hacer con los envases con la etiqueta ‘biodegradable’. Por ejemplo, de nada servirá tirarlos en el contenedor amarillo, es incluso peor: “Contaminan el proceso de reciclado”, explica Iglesias. Y respecto a los materiales ‘compostables’, la marca debería explicar muy bien que solo se descomponen en condiciones de temperatura y oxígeno muy específicas, desde luego no en mitad del campo ni tampoco en una playa. Como resume Imogen Napper: “Hay soluciones para el plástico biodegradable solo si termina en el contenedor correcto”.