Entrevista a María Graña

Por Mariano Del Mazo:

La vida de María Graña está atravesada por paradojas: es una de las más exquisistas cantantes de tango, su mayor éxito es un vals, se pasea por las calles de Colegiales con una remera decorada con una lengua roja de los Rolling Stones y dice que quiere cantar folklore. Todo en ella es curioso, extraordinario. No hace mucho no tenía dónde vivir y debió alojarse en La Casa del Teatro. María Graña, la Judy Garland argentina según un periodista de The New York Times, anduvo de aquí para allá buscando un hogar que la cobijara. ¿Cómo pudo quedar atrapada en ese devenir? ¿Cómo fue que esta mujer luminosa que entre preguntas canta frente al periodista con una desarmante espontaneidad haya estado al borde de la situación de calle?

¿Cómo puede ocurrir, María?

-Y bueno… Soy geminiana.

Hace un rato estaba cara a cara con el guitarrista Esteban Morgado. Ensayaban “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, como parte de la ampliación de los repertorios. También “La nochera”. El jueves 25 celebrará en el Auditorio Belgrano los 50 años de trayectoria. “Y también mi despedida. No de la música: del tango. Quiero buscar nuevos horizontes, probar otras músicas. La gente no sabe, pero yo cantaba jazz y melódico antes de lanzarme al tango. A mí me gustaban Frank Sinatra Tony Benett y Javier Solís y el rock and roll”.

¿Y por qué te dedicaste a cantar tango?

-Por mi papá.

Carlos Graña era, dicen, un buen cantor. Estuvo a punto de entrar a la orquesta de Osvaldo Pugliese. Cuando lo convocaron, le llegó la carta para presentarse en el servicio militar. Perdido ese tren, nunca pudo encauzar una carrera artística. Un día el periodista y autor de tangos Roberto Cassinelli le contó que Pugliese estaba buscando cancionista. Carlos mandó a su hija, que se cansaba de ganar concursos de cantantes en el barrio. María tuvo una prueba en la famosa sala ubicada en Callao 11. Pugliese quedó embelesado con la voz templada de la adolescente, pero volvió sobre sus pasos cuando se enteró de que tenía 16 años. “Me dijo: ‘Andá, crecé. Yo te espero’. Y me esperó. Ingresé a la orquesta dos años después. De alguna manera redimí a mi papá. Tengo un enganche muy grande con mi papá y con mi mamá”.

No es la primera vez que María Graña anuncia una despedida; no es la primera vez que sugiere una reformulación, como quien junta pedazos del fondo de su memoria. Todo parece habitar en su infancia: el tango, el jazz, la mismísima felicidad. Su biografía aparece surcada por depresiones severas, éxitos internacionales, grandes hitos artísticos, dos matrimonios y cinco hijos. Primero tuvo trillizos de su primer marido; luego formó pareja con Mochín Marafioti, un personaje que pisó fuerte en la difusión musical en radio, y tuvo otros dos hijos. Hay una frase que Graña repite como una máxima: “Las cosas ocurren naturalmente”. Cuando se le pregunta cómo hizo para seguir adelante con su carrera de cantante con trillizos responde: “Hice lo que pude, naturalmente”.

¿Por qué naturalmente?

– Deje de salir de gira, no quedaba otra. Y cuando los trillizos tenían 5. 6 meses me concentré en la televisión. Fui la madre que fui. Especial”.

¿Por qué especial?

– Y bueno. Fui una madre rockera.

¿Cómo sería ?

-En un momento estaba devastada. Dejé la noche, abandoné todo para criar a los chicos. Mi psicólogo me dijo que no dejara de cantar, que cantar era sanador.

Tenía razón.

-Claro. Pero mirá qué cosa… hay tangos que no puedo cantar porque me hacen mal. Me duelen. Me hacen recordar a mis padres. Ellos fueron mis mentores, y ya no están. Me duelen porque me hace acordar a ellos, y por las letras. Hay letras que son tremendas. Yo me involucro mucho. Creo que fue Claudio Segovia el que dijo que el tango es una ópera de tres minutos. Un drama. En este momento de mi vida prefiero cantar otras cosas. Por eso digo que me despido del tango.

¿Pensás mucho en el pasado?

-Sí, soy una geminiana nostálgica. Extraño las calles de Villa Urquiza, barrio tanguero si los hay. Llegué a vivir la época de las orquestas. Había un público milonguero, que bailaba, y otro que se dedicaba a escuchar. Yo iba al Club Pinocho y al José Mármol a ver cantar a mi papá. Era muy chiquita. Con mi hermano nos quedábamos dormidos en las sillas. Había muchos concursos en los clubes. Yo gané varios.

“Sus interpretaciones demuestran sensibilidad en los distintos momentos emotivos que exigen la letra y la música; la calidez y la seguridad de su voz en los diferentes registros obedecen a la perseverancia y el estudio, camino ineludible que deben imitar todos aquellos que ingresan en el cancionero popular”, escribió Pugliese. Estuvo dos años con la orquesta. Lo que para cualquier novata hubiera sido consagratorio ella lo tomó como algo “natural”. “La verdad es que no me di cuenta de la magnitud de haber cantado ahí. Con los años sí tomé conciencia. Tocar con esos cuatro bandoneones atrás… ¡Penón! ¡Lo que tocaba Arturo Penón! Y la mano izquierda del Maestro al piano… Yo era muy piba. Me trataban como una nena. A veces me preguntan si padecí el machismo en el tango. La verdad que no. Me sentía cuidada. Mirá que yo subía con minishort y botas… ¡Si no ponía minishort y botas a esa edad! Yo estaba secretamente enamorada de Abel Córdoba, que tenía una pinta bárbara. Con él cantaba ‘Amar amando’, de Horacio Guarany. A veces pienso en cómo era yo hace 50 años… Soy otra: fui mutando”.

¿Marcaba algo Pugliese en relación a tu canto?

-No, nunca me dio indicaciones. Es que yo nunca tuve problemas rítmicos. Siempre tuve un ritmo… natural. Me sumaba a la orquesta y fluía.

Todo el mundo quería tener a María Graña: su entonación, el fraseo, la sobriedad… Es una cantante formidable, dentro de un linaje que fundaron las bravías cancionistas de los años 30. Entre esa legión irrepetible integrada por Ada Falcón, Azucena Maizani, Tita Merello, Nelly Omar y tantas más, Graña se queda con Libertad Lamarque. “Una artista estupenda. Admiro mucho su etapa mexicana”. A poco tiempo del debut, Héctor Ricardo García le hizo firmar un contrato de exclusividad: la celestial chica-Pugliese se transformó en un rostro televisivo. El tango se había alejado de las calles y se recluyó, algo anquilosado, en los estudios de televisión. En ciclos de calidad heterogénea conducidos por diversos presentadores (de Brizuela Méndez a Larrea, pasando por Mareco, Soldán, Bergara Leuman), Graña destacaba como una artista total. Desenvuelta, de una belleza clásica y con una voz de oro. Confluían cantores de los viejos buenos tiempos, como el Tata Floreal Ruiz, Alberto Marino, Roberto Rufino y otros, con artistas jóvenes que se debatían entre la caricatura, el cliché y, como diría el poeta, las sonrisas de clavicordio. Graña tomó vuelo propio. Se cansó de girar y, entre los flujos y reflujos del género, fue una de las grandes voces de Tango argentino, la invención de Claudo Segovia y Héctor Orezolli. El espectáculo dio la vuelta al mundo y puso el tango en otro lugar, le dio un insospechado impulso. “Nunca me di cuenta qué pasaba conmigo. Me dejé llevar. Era como una inercia. Lo que sí puedo decir que en Tango argentino las grandes figuras dejaron sus egos de lado, y pensaron en el todo. Era un gran show, con Goyeneche, con Copes, con Virulazo, Yo hice buenas migas con Jovita Díaz y Elba Berón. El día que me decida a escribir la mitad de las infidencias que me contaban Jovita y Elba… No sabés… Muy graciosas”.

Da la impresión que Graña siempre estuvo. Que permanece. Tiene la edad del rock and roll pero hay algo en ella que atraviesa las épocas. Nació el 16 de junio de 1953 y su voz no conoce la decadencia. No es otro de los clichés del tango: cada día canta mejor. Más reposada, con experiencia y, asimismo, con vitalidad. Las entradas del Auditorio Belgrano se venden con un ritmo atípico para la media del género. Las redes están inundadas de consideraciones del tipo: “Es la más grande. La mejor”. Tal vez le haya faltado un golpe de suerte, ese que tuvo Chavela Vargas en su otoño cuando fue señalada por el poderoso dedo de Pedro Almodóvar. O los pintorescos cubanos, cuando tuvieron una segunda vida de la mano del tándem Ry Cooder-Wim Wenders. Sonríe con su boca enorme, esa boca que maravilló a Raphael (“con esa boca como no vas a cantar así”, le dijo el Niño). “Todo llega –comenta-. No quiero dramas. Creo que es un momento bisagra para mí. Los artistas en determinado momento buscamos otras cosas, otras autores. Hay cosas que no conozco, que quiero descubrirlas. Soy melómana. Me gusta todo. Ahora estoy descubriendo el rock argentino. Lo pasé de largo. Es que arranqué por el lado de mi abuelo y sus discos de pasta: Louis Armstrong, Al Johnson. ¿Viste que uno escucha lo que se escucha en la casa? Pero si canto siempre lo mismo no crezco. Buscar nuevos repertorios es intentar otra manera de expresarse. Es algo espiritual.

¿Por qué espiritual?

– Y bueno…Una aflora a través de las canciones. Hay temas que son historias de vida. Mirá: soy frágil y como sé que soy frágil trato de preservarme de ciertas letras. Mi hijo Francisco, el hijo de Mochín, está con todo el tema espiritual, con la metafísica. Un día le comenté que una noche, cantando en Clásica y Moderna, sentí que algo se desplazaba de mi cuerpo. Algo que salía del plexo solar. Mi hijo me dijo: “Claro mamá. Lo que salió fue tu espíritu”.

Habla de Lady Gaga, de Piazzolla (“estuve a punto de cantar para él; yo no estaba preparada”) y de Japón (“Cómo te cuidan… ¡Me quiero casar con un japonés”, ríe). Se detiene en los Estados Unidos, cuando hizo “el disco de Gardel” en los estudios Capitol, el mismo en el que grabó Frank Sinatra. “Los Angeles, Gardel, Sinatra… casi me muero de la emoción”. Recuerda a Mochín Marafioti “con cariño”. La consideración suena algo distante, fría. “Era un niño prodigio. Muy inteligente. Cuando lo conocí recién había fallecido su mamá. Para él fue un impacto grande. Debe haber sentido que necesitaba alguien que lo cuidara. Y yo debo haber ocupado ese rol materno. Estuvimos doce años juntos. Yo, musicalmente hablando, aprendí mucho de él. Me quedó mucha data. La música para mí es como alimento”.

¿Sabés música?

-Soy muy vaga. Toco de oído el piano. Lo mío es casi todo intuitivo. Mi hijo Francisco es igual. Ahora estoy estudiando guitarra con Esteban Morgado. Tengo algunos temas escritos con él, letra mía y música de él. Otros son todos míos, pero me los arregla él. Algunos los vamos a presentar en el Auditorio Belgrano. Está bueno seguir aprendiendo.

Se acerca Morgado con facturas y sandwiches de miga. María Graña toma té. El guitarrista es su acompañante perfecto: contenedor, paciente y musicalmente inapelable. En realidad todos la cuidan, están atentos a sus reacciones. Es una diva, con sus singularidades. Dice que quiere una producción de fotos con un fondo de pinturas. Se piensa en bares notables, en museos. Pero luego falta a la sesión. Deja de responder los teléfonos. Aparece, como si nada. Y logra momentos memorables, como el que ocurrió en Morfi, la peña, el programa de Gerardo Rozín. Graña sabe emocionar. Morgado desenfunda la guitarra y hace los acordes de “Quedémonos aquí”, el tango de Chupita Stamponi y Homero Expóstio. Graña entona y canta, dulcemente desgarradora: “Amor, la vida se nos va / Quedémonos aquí, ya es hora de llegar”. Ensayan, prueban, ríen. Pide más temas. “¿Y si hacemos alguna zamba de aquellas de Los Quilla Huasi? ¡Son tan hermosas!”. Como conejos y palomas, Morgado hace salir de sus dedos brujos lo que sea. De pronto Graña habla de Mercedes Sosa, de lo bien que la pasaba en su casa. Mercedes admiraba profundamente a María Graña, su voz, el garbo. Fue una de las primeras elegidas para su último disco Cantora. Hicieron “Nada”, con el bandoneón de Leopoldo Federico. “Me invitaba a tomar el té. Siempre había otros artistas. Me acuerdo una reunión de chicas: Carmen Guzmán, Teresa Parodi. Ella sí es una grande de verdad. Una vez le regalé un camisón precioso. Lo miró y me dijo, pícara: ‘¿Te parece, María?’. Cuando se fueron todos se lo probó y me mostró cómo le quedaba. Nos reíamos mucho juntas”.

Aquí y ahora, reversiona ese ámbito de amistad, té y música, con Morgado y compañía. Aquí y ahora María Graña parece una mujer feliz. Vuelve a sus años en La Casa del Teatro. “Salía de madrugaba, a buscar las musas. Caminaba por Recoleta, volvía a la Casa y escribía en mi cuaderno. Poemas, canciones. También dibujé mucho en La Casa”.

¿Qué dibujabas?

-Rostros.

Mira a Morgado y pregunta: “¿Qué podemos hacer? ‘Fruta amarga’? No, mejor algo nuevo. ¡Una chacarera!”. No se decide. Toma el último sorbo de té, se alisa la lengua stone de la remera y dice: “Soy geminiana. ¿Qué querés? Dos caras. Frágil y poderosa. Como todo el mundo, ¿no?”.

María Graña celebra los 50 años de trayectoria y se “despide del tango” el 25 de noviembre, con el acompañamiento del Esteban Morgado Cuarteto. Auditorio Belgrano, Virrey Loreto 2348, CABA.

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