Por Oleg Yasinsky.
«Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él», dice un refrán heredado por el poder, desde tiempos antiguos. Dentro del gran retroceso histórico, que será recordado por los antropólogos del futuro, como el neoliberalismo, hay pocas cosas rescatables. Cuando el sistema mundial capitalista logró la destrucción de su principal enemigo, la Unión Soviética, y a sus pueblos con toda su belleza humana y una total ingenuidad política, se les vendió la falacia de la «economía social del mercado» y el brutal laboratorio pinochetista chileno, gracias a los cuentos de hadas mediáticos se convirtió para los gobiernos en el principal modelo a seguir, el gran proyecto humanista de la izquierda mundial fue prácticamente noqueado.
Más allá de una que otra resistencia heroica en uno que otro rincón, el neoliberalismo se apoderó de todo, y más allá del crimen económico, convertido en la única lógica del desarrollo, para asegurar la irreversibilidad de su triunfo, él se dedicó a acabar con las culturas y las memorias de los pueblos, convirtiendo la educación, el arte y el pensamiento primero en una mercancía y luego eliminándolos por innecesarios
Para poder dominarnos bien y sin riesgos, había que idiotizarnos.
Pero en el umbral entre nuestros siglos sucedió algo más. Si en las décadas anteriores, dentro de la competencia ideológica de dos sistemas, que no fue otra cosa que una guerra mundial de una cambiante intensidad, híbrida, como dirían ahora, el capitalismo todavía era productivo, aún generaba una aceptable distribución de los recursos en los países de la metrópoli, y a pesar de la acostumbrada y brutal explotación de los recursos de su enorme periferia, mantenía su atractivo para una buena parte de la población, por los niveles de bienestar material y las libertades individuales, al menos en los países más ricos. La gente mínimamente, en teoría, podía optar entre las ventajas y desventajas de ambos sistemas.
Con la desaparición de los «socialismos reales» en Europa, se perdió uno de los principales estímulos de la lógica capitalista que es la competencia, y como la opción socialista dejó de aparecer como una posibilidad histórica y la amenaza para los poderes de Occidente, es lógico que las conquistas sociales hasta en los países más ricos se fueron reduciendo, abriendo el camino para una explotación sin límites como el sueño de los defensores del «fin de la historia». Al mismo tiempo, junto con la revolución digital, las especulaciones financieras internacionales de lejos ganaron la competencia con los capitales nacionales productivos. Generar bienes reales se hizo cada vez menos rentable y con el desarrollo del manejo de la imagen y de la sicología humana, la televisión, Internet y las redes sociales en manos de los de siempre, solo en un par de décadas sirvieron a nuestras mesas un mundo paralelo, una fuga perfecta de la realidad insoportable, con una promesa de rincón feliz para los que se porten bien.
Los políticos tradicionales, los hombres de Estado, rápidamente fueron reemplazados por los gerentes tecnócratas al servicio de las grandes corporaciones y cuyo único requisito es no saber distinguir entre una empresa y un país, que además ya son prácticamente lo mismo. Para asegurar su triunfo, al neoliberalismo le quedaban solo las últimas cuatro tareas: la primera, la destrucción de la educación pública, donde en el mundo anterior los ciudadanos aprendían las cosas básicas acerca de este mundo y que tradicionalmente fueron los focos de la disidencia social y del pensamiento crítico; la segunda, acabar con la comunicación directa entre los seres humanos, rompiendo el tejido social tradicional, una función que en las grandes ciudades cumplieron las redes sociales, con esa ilusión de unir, desuniendo y haciéndonos adictos; la tercera, muy relacionada con la anterior, que es la destrucción de nuestras culturas locales, generando una nube mundial cosmopolita donde consumiremos solo un tipo de producción cultural creada y controlada por ellos, algo que define los valores, los modelos y los hábitos sociales de las generaciones que vienen, permitiendo así manipularnos de una forma simplificada y uniforme. Y la última, cuarta tarea, era tal vez la más delicada: ¿Qué hacer con los que dicen ser de la izquierda, y quienes se supone que, con sus luchas, organizaciones, conocimientos y la mirada crítica desde los tiempos inmemorables podrían impedir el cumplimiento de estos planes?
El gran computador que a la vez es el corazón y el cerebro tecnócrata del sistema neoliberal dio una respuesta muy simple: el robo, que es la especialidad y la experticia del sistema, que a estas alturas no puede ofrecer al ser humano absolutamente nada nuevo, ni siquiera una ilusión. Y mientras nuestros dogmáticos seguían su eterna y cada vez más estéril discusión sobre Trotsky, Stalin y Mao, el sistema neoliberal se apropió de la agenda de la izquierda, de una vez, privatizando todo el paquete de absolutamente todas las luchas de generaciones y generaciones.
En los últimos años de su vida, Fidel Castro nos advertía que lo único que podía hacer fracasar a la humanidad en su lucha contra el capitalismo era la lumpenización que este produce en todas las capas sociales. Una lumpenización que nos deshumaniza y nos impide comprender el sentido de esta lucha.
Esta lumpenización fue el objetivo de las políticas educativas y culturales de las últimas décadas, cuando desde la escuela las materias como historia o filosofía se declaraban sobrantes y la televisión nos acostumbraba al ‘fast food’ intelectual, siempre aliñado con ciertas dosis de veneno ideológico anticomunista.
Estudiantes protestan contra la Cumbre Universitaria del G8, el 19 de mayo de 2009 en Turín, ItaliaMassimo Di Nonno / Gettyimages.ru
Como el adversario es muy profesional, no vimos el momento del robo. Solo amanecimos dándonos cuenta que nuestras banderas desde hacía tiempo ya estaban en manos enemigas. Nuestra lucha histórica, por los derechos de las mujeres es convertida en feminismo agresivo, amenazando al mundo con la guerra de los sexos, la defensa de la dignidad y de los derechos de las minorías sexuales se convirtió en un show indigno y autoritario que podría ser la cátedra de la hipocresía e irrespeto, la lucha vital por defender nuestro planeta de la voracidad del sistema es encabezada y promovida por las corporaciones verdes, dispuestas a invertir millones en salvación de cualquier cucarachita o renacuajo, menos en la del ser humano.
La imposición de oximorones tipo «economía social del mercado», «desarrollo capitalista sustentable» o «las guerras humanitarias» sigue descomponiendo el cerebro de los estimados televidentes, que ya no tienen ni siquiera los elementos más básicos para armar la realidad hecha trizas dentro del enorme cráter generado por el cometa neoliberal que chocó con nuestro planeta. Las verdaderas luchas por los derechos, antes siempre unían a la gente. Las luchas actuales, manejadas por el sistema, nos desunen. Declarando la tolerancia, se promueve la hipocresía, la desconfianza y el odio.
Ahora da risa recordar nuestra crítica de las sociedades socialistas por sus dobles estándares, que alguna vez nos indignaron tanto. Los estándares de ahora montados sobre la arena movediza del relativismo, la ignorancia y sobre todo la arrogancia, promovidos por el sistema occidental, son múltiples. Están llenos de contradicciones que nadie ve, ya que no sabemos mirar con nuestros propios ojos.
En este gran reinicio nada está escondido, la manipulación, el manejo y el autoritarismo están totalmente abiertos, solo que nadie quiere ver, por el miedo, por la incomodidad o simplemente porque no sabe distinguir las formas y los colores.
Las masas indignadas dispuestas a salir a las calles en diferentes puntos del planeta, miles de jóvenes con valor y sacrificio dispuestos a luchar por un mundo más justo no saben que el sistema en su cálculo maquiavélico ya les tiene preparados los nuevos Boric o Zelenski, para que cambiándolo todo no se cambie nada, porque todas las luchas «por todo lo bueno y contra todo lo malo» promovidas por el sistema y sus voceros, siempre son una trampa para abrir la tapa, sacar algo de vapor y devolver a los pueblos dejándolos dentro de la misma olla.
Debemos recordar que las luchas culturales y éticas no pueden no ser parte de un proyecto de cambio político mucho más profundo. Y este proyecto es imposible sin una organización ciudadana con su pensamiento propio, crítico, autónomo y respetuoso con el conocimiento humano acumulado. Este conocimiento crítico no puede ser reemplazado por los memes, los ‘hashtags’ y las consignas radicales. En el caso contrario, constantemente estaremos devolviéndonos al mismo punto de la resaca social, donde los dueños del mundo siempre nos tendrán sus diferentes gerentes, según el gusto del cliente, lo mismo conservadores, liberales, socialistas o capitalistas.