La naturaleza humana necesita ídolos para creer, estúpidamente, que la identificación con ellos hace a sus adoradores un poco más grandes y poderosos. La gente encuentra ídolos en el deporte, el ámbito religioso, la farándula y la política. La relación de los adoradores con su ídolo es extremadamente apasionada y, por tanto, no entiende de razones.
Por: Rodolfo Cardenal*
No obstante, los ídolos suelen desaparecer sin dejar rastro y son reemplazados por otros, con tranquilidad prodigiosa. Los gerifaltes de Arena nunca imaginaron que su fundador y su himno caerían en el olvido. Lo mismo vale para los del FMLN: Farabundo y la revolución socialista ya son cosa del pasado. No es extraño, entonces, que los alcaldes ahora de esos partidos actualicen su idolatría. No se desplazan por principios, si alguna vez los tuvieron, sino por simple conveniencia. Venerados en su día, hasta el extremo de entregarles bienes y vidas, de esos ídolos no queda nada. Otro los ha sustituido. Algunos grandes capitales cambian también de ídolo sin remordimiento.
El ídolo se levanta, en parte, por una mezcla de cualidades personales y ambición de poder, a veces con rasgos mesiánicos; y en parte, aupado por las circunstancias. Encuentra seguidores, que se identifican con él convencidos de que su poder, su afluencia económica y su bienestar son también suyos. La identificación hace creer a los adoradores que ellos también son importantes y poderosos. Viven, sienten y actúan a través de su adorado líder. La entrega es tan total que sus hambres y enfermedades, sus humillaciones y sufrimientos se desvanecen en el ídolo. Los idólatras creen a pie juntillas en sus promesas. Su palabra es vida verdadera y duradera. Por eso, agreden ferozmente a quien la cuestiona o la contradice. Desacreditar esa palabra es despojarlos de sus expectativas y lanzarlos al vacío.
El idólatra, desengañado o cansado de bregar contra circunstancias adversas, entrega confiadamente su destino al ídolo. No piensa, sino obedece; no conjetura, sino acepta ilusionado. Su finalidad es la vida del ídolo, porque cree que en ella se resuelve la propia. Sobra decir que el ídolo alimenta esa creencia, pues de esta depende su subsistencia. El ídolo vive de los adoradores y su culto. Sin estos, se desmorona. El embrujo idolátrico impide que el creyente adquiera conciencia de que en la incondicionalidad y el servilismo se le escurre la vida. Mientras se desvive para dar vida al ídolo, pierde la suya. El ídolo devora a sus adoradores.
Estos no contemplan la finitud del ídolo hasta que este se desmorona. Sus expectativas son tan vitales y están tan arraigadas que aceptar la contingencia de lo adorado es admitir su propia impotencia, fragilidad y, en definitiva, transitoriedad. Lucharán, incluso le entregarán su vida, con tal de conservarlo en el pedestal. La gran equivocación de Arena y del FMLN, y antes de la democracia cristiana de Duarte, fue entregar cuerpo y alma a sus respectivos ídolos. La capitulación les impidió pensar críticamente y desarrollar una praxis política creadora y constructiva. Ahora bien, alejarse del ídolo no es fácil, pues amenaza con castigos severos a quienes osan rebelarse o fugarse.
Cuando se cumpla el tiempo del ídolo, el encanto se romperá y aparecerá la realidad en toda su crudeza. Los creyentes se encontrarán no solo en una situación peor que antes, sino también desengañados y frustrados. Entonces, saldrán en busca de otro ídolo, a quien entregar su decepción y sus expectativas, para que las transforme en nuevas ilusiones que les ayuden a sobrellevar la adversidad con renovado aliento. El círculo se repite sin solución de continuidad.
La naturaleza humana se rebela contra su poquedad y su pequeñez. Se revuelve contra la impotencia y la fugacidad. Quisiera ser como Dios. Pero como este es insondable, las personas construyen ídolos manejables, de los cuales deriva la grandeza y el poder que añoran. Ese fue el intento de los constructores de la torre de Babel. Se propusieron llegar al cielo, pero, en el camino, la ambición los confundió. Los proyectos idolátricos no se caracterizan por la coherencia, la solidez y la racionalidad. La ambición ofusca de tal manera que la contradicción y la mentira son constantes y desvergonzadas. No puede ser de otra manera, dada la perversidad de su tentativa. Los constructores de estas torres dejan ruinas y muerte a su paso.
Las tres religiones abrahámicas, el judaísmo, el cristianismo y el islam, prohíben terminantemente la idolatría. La tradición judeocristiana rechaza el culto a cualquier criatura. El islam no tolera la reproducción de la imagen humana, porque usurpa el derecho divino de infundirle vida. Paradójicamente, la inmensa mayoría de los practicantes del culto idolátrico se dicen creyentes en el Dios de Abraham. A ellos cabe recordarles de modo muy particular la orden clara del Deuteronomio: “Escucha, Israel, el Señor, Nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas” (6,4-5).
*Director del Centro Monseñor Romero.