Editorial UCA: Espiral de corrupción

No ha habido Gobierno en El Salvador que no haya tenido problemas sistemáticos, o al menos episodios graves, de corrupción. Perseguidos unos, tolerados otros y cultivados con esmero algunos de ellos, los casos han sido una constante.

Incluso desde altas instancias de la esfera gubernamental se ha instado a los funcionarios a saltarse normas que protegen procedimientos clave para el manejo del dinero público o a no declarar parte de sus ingresos mensuales.

La actual oscuridad informativa no augura que la administración Bukele vaya a impulsar un cambio radical en lo que ya no solo es una costumbre, sino un problema estructural, un grave vicio hondamente incrustado en la clase política y en las instituciones estatales.

Pese a las críticas y acciones del Gobierno contra la corrupción de sus predecesores, la mala gestión de los recursos públicos sigue vigente con la misma intensidad que antaño.

Contra la corrupción y sus efectos negativos en el desarrollo y en la convivencia social se pueden decir muchas cosas. Pero tal vez los daños más graves son la pérdida de confianza en la clase política y sus discursos, la reticencia frente a un sector empresarial acostumbrado a beneficiarse del statu quo corrupto, el abandono de los esfuerzos por cambiar la estructura social vigente y la caída en el individualismo del sálvese quien pueda.

Aunque es ampliamente conocido que la solución pasa por contar con instituciones de control fuertes e independientes, y con una legislación adecuada, no hay ninguna señal de interés al respecto.

La Corte de Cuentas ha sido siempre un instrumento político al servicio del poder dominante, no una institución de auditoría seria, capaz de descubrir la corrupción de quienes gestionan el aparato público y apoyar a las instituciones responsables de la persecución y sanción del delito.

La pérdida de confianza en la administración de los bienes públicos produce casi de forma automática una espiral de corrupción: se busca a personas, no leyes ni instituciones, que solucionen la perversión del manejo de los recursos estatales.

Y eso lleva a elegir a sujetos carismáticos que generan confianza, pero que son incapaces de enfrentar problemas estructurales, o a oportunistas que se llenan los bolsillos mientras critican el pasado.

Fortalecer la independencia de las instituciones de control y cerrar todo resquicio legal que dificulte o anule la rendición de cuentas son elementos indispensables para corregir esta especie de cáncer maligno que mina la salud de la sociedad salvadoreña.

Si no se actúa adecuadamente contra la corrupción, los costos humanos y los perjuicios en el desarrollo serán cada vez mayores. Porque el tamaño de El Salvador intensifica la interrelación entre su población, los efectos de las actividades disfuncionales resultan más dañinos y peligrosos. Por tanto, resulta temerario no atenderlas.

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