Comenzaba un descenso y el bus se resistía en cada curva. Volví a preguntarme por qué yo, que sufría vértigo hasta al subirme a un taburete, hoy disfrutaba inmensamente, deleitándome con los cerros y las laderas y con la extensión del paisaje hasta las montañas de Berlín.
Por: Prof. Mario Juárez
También gozaba de una visión más próxima y a la altura de mis ojos del prominente cerro “El rebelde”, que miraba con altanería, a sus pies, al río Lempa, que parecía una serpiente de plata y de azul, mientras el sol lo bañaba con sus rayos matinales.
Dentro del bus, un hombre rechoncho, cuarentón, y curtido por los soles de oriente, se bamboleaba sin perder el equilibrio mientras recorría el pasillo, anunció que habíamos llegado al puente, una comunidad comercial que precedía a una nueva construcción que había tomado el lugar del otrora Puente Cuscatlán, cuyas aguas pacíficas eran las mismas que presenciaron aquel atentado dinamitero por la Guerrilla en enero de 1984. Las riveras del río parecían playas en miniatura rodeada de una vegetación agreste en las que varios lugareños tomaban un baño a la altura del pecho, o simplemente tiraban de una caña de pescar.
El profesor Javi, según sus cálculos, debía bajarse en el desvío llamado Puertas chachas, unos cuatro kilómetros más adelante. Sintió la anormalidad de sus latidos, aunque por el momento no se preocupó, pues del placer de viajar le gustaba hasta los sobresaltos. Al bajar las gradas, percibí la tibieza, o más bien, lo caliente de la temperatura, y un matiz del aire me recordó que estaba en enero, en el oriente del país y que empezaba el verano.
El profesor puso un pie en el estribo de un camión blanco y desvencijado, que lo llevó -con desgano- por calles pedregosas, de curvas y pendientes cargadas de polvo, entre parcelas de cultivo, extensas llanuras y pequeñas laderas. Yo miraba el cerro y él hacía lo mismo. Parecía seguir mi rumbo. Encontraba yo este trayecto en medio del campo, cargado de humo de leña, de heno y de estiércol, como una aventura emocionante, añadida a la aventura de estar lejos de casa.
Claro, una casa de campo no tiene las mismas comodidades que la casa de uno en la capital. Pero a veces es un sano ejercicio renunciar a ciertas necesidades que nos hemos ido creando empujados por el consumismo. ¿Una decepción? ¡No! Excepto la cama: base de madera y junco (y algunos alacranes) y una colchoneta de treinta dólares. Siempre he tenido a gala dormir en cualquier parte. A ver si no: cuando me detuvieron durante el régimen de excepción, pasé varias noches apretujado en una celda de “La granjita”. En las madrugadas me atizaban patadas en las costillas. O sea que duermo donde se presente la ocasión. Más de una vez me lo reprochó Fátima, experta en resentimientos; discutíamos ferozmente con ese placer que se obtiene del amor contrariado, y de pronto yo me daba la vuelta y me quedaba frito como un bebé antes de acabar la polémica.
Pues bien, en esta casa pueblerina no consigo pegar ojo. Sin ruidos ni disputas, aunque también sin sueño. Vueltas y más vueltas, sudando. Es el calor, desde luego, pegajoso y húmedo, incesante durante el día y la noche. Pero también creo que hay algo más, una especie de incompatibilidad con la colchoneta acrílica que se pega a mi piel… con el silencio y ajeno de la casa, yo qué sé… Resulta que he venido aquí para empezar una vida distinta y de momento lo estoy consiguiendo, aunque a mi pesar.