Las desventuras de Don Aquilino

Como le digo, profesor, no me hace ninguna gracia hablar de esto, pero, ni modo, qué le voy a hacer. Todo comenzó cuando llegué aquí y la conocí a ella. Nadie se enamora cuando quiere ni de quien quiere. Vamos, a buenas horas, me enamoré hasta las patas como un desgraciado, a mis cuarenta y nueve años.

Por: Prof. Mario Juárez

Nada podía convenirme ni apetecerme menos. Gilda, a la que llevo treinta años de desventaja, es muy guapa, desde luego, pero con un corazón volátil. La chica es despierta, buena amante, según me han contado; le gustan los caballos, no se pierde las famosas “carreras de cintas” que se celebran en mayo y en diciembre en la colonia El higueral. ¡Pero el punto es que, maestro, me pongo mal cuando dejo de verla!

Le cuento que nos conocimos en una boda de una amiga de mi amigo Marcelino, que me rogó que lo acompañase, para no aburrirse, me dijo; pero en realidad él quería asegurarse de que alguien lo llevase a casa cuando estuviera completamente borracho. El caso es que nuestro primer contacto con Gilda fue cuando nos sirvieron la cena. De pronto, ella, que estaba sentada a mi lado, me declaró: “Estoy harta de tanto pollo, siempre pollo”. Me parece que fue entonces cuando caí en sus redes, aunque el flechazo me alcanzó después, cuando ella trasladó, sin contemplaciones, de su plato al mío las piernas y alas, mientras justificaba sonriendo: “Ande, tome mis piernas y mi pechuga, que sólo me comeré el arroz y la ensalada”. Le di las gracias, le di mi corazón e intenté darle también algo de conversación poética; sin embargo, esto último fue imposible porque se alejó de mí para sentarse a otra mesa, rodeada de otros jóvenes cretinos y amigas parlanchinas.

Si mañana me dijeran que el mundo va a desaparecer en pocas horas por un meteorito o una bomba nuclear, yo me vendría aquí a esperar, sentado, rodeado de mi río Lempa, de mi cerro y mi rancho, con mis vacas y bueyes y todos los bienes que poseo. Luego del encuentro con Gilda, me puse a perseguirla con más energía que éxito. Algunas veces conseguí dar con ella en varias fugaces ocasiones entre la muchedumbre. La elocuencia del verbo me fallaba y mi fervor apenas le hacía cosquillas. Tenía que valerme de alguna artimaña para infiltrarme en la fortaleza de su corazón, sabiendo, ante todo, que los enamorados suelen gozar de una especial protección de los dioses, aunque sé, si no me equivoco, que más pronto que tarde, les lleva a la perdición.

Pues bien, lo que son las cosas del querer, precisamente a mediados de diciembre, Gilda, no sólo me saludó, sino que se detuvo y me preguntó si yo iría a las carreras de caballos. Me dijo que ella pensaba asistir. Yo pensaba: “Por favor, andá mi conejita, por favor…” La verdad, me sentí casi corrupto por la erosión abrasiva del amor, ese aguarrás sentimental. Cuando llegó el día de las carreras, divisé a Gilda acompañada de un joven gallardo, chele, de ojos verdes, que la traía del brazo. Cuando pasaron junto a mí, la saludé tímidamente con una sonrisa que ella me devolvió distraída, obviamente sin tener en cuenta de quién soy yo, mientras el mozuelo me asestó una ojeada llena de desprecio.

Por eso, profesor, usted me ve envuelto en el alcohol muy seguido en esta cervecería. Dispénseme, profesor. Parece que veo mal, con ojos nublados. ¿Estoy llorando? Sí, llorando por ella. Pero le aseguro, profe Javi, que esto se me pasará…

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