Le cuento, profe Javi, que fui al río Lempa el sábado. La mañana estaba llena de luz. Vi algunas personas, que a decir por las cosas que cargaban, o sea, bolsas, cajas, cebaderas, con vastedad de comida y acopio de toallas, calzonetas de baño, sillas y hamacas…, supuse que coincidían con mi rumbo.
Por: Prof. Mario Juárez
Muchas iban en un camioncito, apretujadas sobre unas tablas atravesadas en la cama del vehículo, que avanzaba con pereza en el camino cálido y polvoriento, en medio de un gran griterío que se confundía con la sordina de las chicharras y chiquirines. Con ellas iban chuchos, un par de gatos y hasta una jaula con loros.
El riachuelo apareció verde y azulado, y sus aguas, mansas y fresquitas. Frente a nosotros, el cerro, que nos miraba indiferente, como siempre. Por todos lados convergía gente que buscaba un lugar donde acomodarse en los bordes del afluente. Sin perder el tiempo, muchos jóvenes se lanzaron al agua sin precaución, como conociendo ya el terreno, mientras que otros, aconsejados por la prudencia, tanteaban el agua antes de zambullirse. La gente de mayor edad, sobre todo las mujeres, se adentraba hasta la mitad de la pierna, mientras que los hombres se daban un chapuzón y salían del agua, mostrando con gallardía sus músculos fuertes, a todo sol y a todo ojo. Los jóvenes coqueteaban a su manera, con sus calzonetas o chores pegaditos al cuerpo, es decir, lucían lo visible sin dejar de adivinar lo invisible. Sin dejar de ver sus celulares, chateando, tomando fotos o viendo imágenes, apenas platicaban.
Cuando llegó la hora de almuerzo, los olores de la comida hirieron el olfato. La sopa de gallina que puso al fuego la niña Mirtala ya estaba hirviendo. Sobre carpetas, petates y manteles, la gente dispuso lo que traía: carne de pollo y de res, fritada, sardinas, pescado frito, tortillas tostadas al brasero; torrejas, mangos y jocotes en miel, nuégados y chilate; marañones, sandías y melones, y para rematar, rodajas de mango verde y pepino con sal, limón, alguaiste y chile…
Babeaba yo viendo todo esto cuando mis ojos cansados vieron a Gilda, que chapaleaba como niña y lanzaba cascadas de agua a un joven de piel oscura, de complexión fuerte y pelo rizado, quien, la tomaba de la cintura y la levantaba al aire como a una muñequita, para luego volverla a cachar…
Se me fue el hambre. De inmediato acudí a mi pachita de guaro Cañita, que nunca me falta. De tanto ver la escena de los jóvenes, mis párpados cayeron pesados hasta que los abrió un gran alboroto, que sobrevino a eso de las tres de la tarde, cuando la niña Tomasa Canizález apareció entre unos matorrales, lanzando maldiciones; traía guiñada del pelo a la Gilda que, un tanto avergonzada, se resistía a los jalones y juramentos de su madre. “¡No te basta con Ramiro, el hijo de don Chepe, con quien te pensás casar!”, le decía. “¡No quiero verte otra vez con ese negro tizón!”
Yo, intrigado por la suerte de mi novia platónica, me castañeteaban los dientes como una máquina de escribir. Me encontraba acuclillado, con la pacha de aguardiente en la mano derecha y la izquierda apoyada en el suelo, como si me dispusiera a iniciar una danza cosaca, y no perderme detalles del acontecimiento. Ella me vio, con ojos arrepentidos, y yo le respondí con una mirada de perdón.
Profe, Javi, ¿no se ha dado cuenta usted que de las cervezas me he pasado a los tapirulazos de guaro? Profe, el alcoholismo es progresivo…