Por: Manuel Alcántara Sáez.
Hay títulos insuperables que, además, enuncian trabajos magníficos. Pascal Bruckner, nacido en 1948, es hoy uno de los últimos resistentes de la Ilustración frente a lo que denomina los oscurantismos del siglo XXI que los escribe y los rotula impecablemente. Cuando hace un cuarto de siglo publicó su ensayo posiblemente no era consciente de lo que se estaba avecinando. Él reivindicaba el dicho de Albert Camus de que nombrar mal a las cosas contribuía a la desgracia del mundo para después centrarse en el papel de los medios y constatar, por ejemplo, que en un ambiente dominado por la cita permanente del dolor este terminaba desapareciendo.
Así, el imperio de los relatos superfluos y centrados en proclamas interesadas llevaba a la banalización de los contenidos. El autor francés se fijaba en el victimismo y en sus consecuencias por las que la victimización como sistema conducía a una conclusión que reafirmaba con convicción: ser una víctima no implicaba tener siempre razón. Pero los relatos terminaron encajándose sin discusión gracias al triunfo del yo por el cual cada persona tenía su propia historia para cada acontecimiento de manera que las verdades alternativas se impusieron. Además, resultó que en un breve lapso y de manera exponencial se podían compartir con el resto del mundo sintiéndose ingenuamente parte de un empeño global.
En esa dirección y para adecuarse al espíritu de los tiempos en 2016 el diccionario de Oxford adoptó el término posverdad y al año siguiente la RAE la definió como la distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. En una dirección similar, Capurro y Schneider sostienen que la vida humana se basa en la credibilidad en los mensajeros que diseminan mensajes y cuyo sentido depende del pre-conocimiento de quienes los reciben. No es que antes se viviera en la era de la verdad y que ahora se estuviera en la de la mentira. La diferencia, según ambos autores, es que hoy se vive en una sociedad en la que se ha masificado el poder de diseminar mensajes y declararlos verdaderos gracias a la interacción que ofrece la red digital.
En fin, la suma de todo significa vivir en la era de la posverdad en la que estamos anclados donde, y ahora retomo a Bruckner, la atracción de la inocencia llega a su más alto grado de paroxismo. Se trata tanto de la angelical predisposición que cada uno parece estar ungido para sostener cualquier juicio sobre algo que desconoce o que no es de su incumbencia o, lo que es todavía peor, el manejo grupal de sentimientos identitarios prístinos animados por el mero deseo. Por lo primero, la ciencia queda ninguneada y el conocimiento vituperado ante la experiencia individual y la pura ocurrencia; por lo segundo, el impulso colectivo al definir quienes somos se enseñorea del marco en el que nos movemos. Una tentación irreprimible que alcanza el fruto de la seducción merecida.
Todo ello tiene su reflejo en la cotidianeidad y en el marco de una historia que inicialmente no entendí. Hoy han pasado ya tres años desde que ella rompió con su pareja. Tenían una relación estable, compartían el ocio pues eran de gustos similares, se complementaban en sus quehaceres profesionales; aunque no trabajaban en el mismo sitio su dedicación se refería al mismo ámbito laboral en el sector financiero. Ante sus amistades mantenían un equilibrio notable y siempre eran modelo por su talante franco y la ausencia de cualquier atisbo de excentricidad. Recuerdo que en una ocasión escuché cómo defendían a capa y espada el valor no solo de la fidelidad sino de la lealtad.
Sin embargo, las cosas se fueron al garete tras casi seis años de relación. Tampoco importó que su principal activo común, un bonito apartamento frente al parque, tuvieran que mal venderlo. La ruptura fue cuestión de días en un brumoso mes de noviembre. Las decisiones humanas son complejas y más cuando atañen a dos personas cuyas vidas han estado entrelazadas tanto tiempo. Nunca entendí la situación, pero hoy conozco algo más.
Me encontré con ella por azar ya que nuestros asientos eran colindantes en un viaje. Ella ya no vivía en la ciudad y en esa ocasión se trataba de una visita de trabajo y yo casi nunca tomaba el autobús pues prefería desplazarme en mi coche o en tren. Después de unos minutos en que nos pusimos al día y de un silencio embarazoso, que no era sino el preludio de lo que estaba esperando, aunque debo reconocer que sin mucha esperanza, mirando al libro que tenía en mi regazo, me preguntó si seguía gustándome leer. Sin dejarme responder, con sus ojos que de pronto se extraviaron esquivando los míos, me dijo que era una letraherida y que su ruptura de la que nunca había hablado con nadie en la ciudad tenía que ver con ello. El relato fue breve y claro, de manera que no necesité preguntar nada. Después, un silencio espeso nos embargó. Abrí mi libro y ella se puso a contemplar el paisaje.
No pude concentrarme en la lectura. Solo pensaba en el poder de la escritura en el marco de la más prístina inocencia. Ella compartía con su pareja un ordenador de consola. Un día estando sola en casa cuando se disponía a hacer una tarea pendiente vio un documento abierto titulado “Una vida”. Comenzó a leerlo con curiosidad.
Era algo familiar, aunque ni su nombre ni el de su pareja aparecían, tampoco lugares ni personajes conocidos, ni situaciones exactas vividas. Sentía la fuerza de un avatar que se apoderaba de ella conduciéndola por vericuetos que no le resultaban extraños. Compartía razonamientos que habían surgido de sus conversaciones, pero que llevaban desde premisas sabidas a conclusiones muy diferentes. Reconocía conversaciones que, transcritas ahora en frases separadas por puntos y por comas, generaban significados diferentes. Encontraba juicios que controvertían el sentido de largas discusiones amables sobre el propio sentido de la vida. Secretos inocuos. Sus ojos se fueron humedeciendo poco a poco hasta estallar en un llanto desconsolado. Se sintió huérfana, nunca traicionada, pero supo que debía marcharse.
La fragilidad de la situación hizo que calladamente me interpelase por decisiones, por el pasado, por la existencia, con urgencia y con intensidad. Se requería encontrar poco a poco ese refugio de paz en el interior, consigo mismo, con la vida. No era fácil y en ocasiones uno podía pasarse media existencia en el intento. Ella hasta entonces no lo había logrado, era sin duda un caso extremo. Bruckner no dejaba de irse de mi mente al recordar su idea de que la inocencia era la enfermedad del individualismo que consistía en escapar de las consecuencias de los propios actos.
Lo habitual era pasar rachas en las que todo parecería ir en contra de uno, pero se terminaba saliendo por medios propios o tirado por otros gracias a sogas de distinta naturaleza. Los mecanismos caseros de autoayuda provenían de una rara mezcla de dosis de experiencia y de gotas de audacia, mientras que los asideros requerían al menos de confianza y de generosidad. Ambas situaciones, que podían darse simultáneamente, solían acoger en distintas dosis a la fortuna, que no era desdeñable, siendo a veces el factor determinante. En resumidas cuentas, eran asuntos que no dejaban de ser complejos y su resolución requería de una procelosa combinación de factores.
Estar en un agujero con elevadas paredes como se encontraba ella era una peripecia delicada. Por un lado, no tenía claro que quisiera salir y, por otro, la profundidad del hueco y el carácter resbaladizo de su pronunciada pendiente complicaban el entuerto. Por naturaleza, confiaba en la existencia de cierto orden por el que hay una mínima garantía de supervivencia del ser humano. Por ello, pasado un rato, dejé de inquietarme por su estado y no hice caso a aquello que me contó relativo a pasar por una etapa en que no podía subir a espacios elevados porque se suscitaba en ella una peligrosa pulsión a precipitarse en el vacío. Poner punto final, me decía, es una solución que, además de ser sencilla, es falsa. Lo que importaba era el convencimiento prístino de no poder resurgir, la querencia de vivir siempre en el marasmo. Saber que de esta forma en algún momento los demás te prestarían atención.
Desde entonces supe que en mis quehaceres cotidianos debía incluir llamarla cada cierto tiempo e intentar convenir con ella encuentros de vez en cuando. Hacerla sentir, como así era, que sus cosas me interesaban y que su bienestar me preocupaba. Así, me obligaba a buscarla material de los asuntos que sabía que la llamaban más la atención y cuyo seguimiento animaba el afán de sus días. Acabé asumiendo dentro de mis preocupaciones que había otra forma de vida, que el dolor podía llegar a ser crónico, el desvelo un estado diario y la desesperanza un muro permanente con el que chocar constantemente.
Sin embargo, en mi orquestada composición de lugar no caí en el verdadero significado de la situación hasta que en un paseo vespertino semanas después mirándome fijamente a los ojos, una práctica que no solía prodigar, me preguntó si era consciente de lo necesario que resultaba dejar atrás la presunción de inocencia y ponernos al día de la oscuridad. Con una mueca de mitigada complacencia me dijo: “sé lo mucho que te cuesta no poder resurgir”.