¿A quién puede sorprender que millones de franceses racializados, hijos, nietos o bisnietos de inmigrantes, se vean condenados a la precariedad económica, a vivir siempre en los suburbios, a no poder hacer un plan de vida, a ver cómo les roban el futuro una y otra vez o incluso los asesina la policía por el color de su piel?
Por: Pablo Echenique
Que el capitalismo es un sistema económico que genera una enorme desigualdad llenando de forma obscena las cuentas bancarias de una minoría parasitaria muy pequeña al tiempo que destruye la vida de millones de personas trabajadoras… que eso es así es algo tan evidente que casi da vergüenza escribirlo. Que los máximos responsables de la precariedad material y la angustia vital que sufren sectores gigantescos de nuestras sociedades son los buitres con traje y corbata que dirigen el saqueo desde la cúspide de la cadena alimentaria es, de nuevo, una auténtica perogrullada.
Por eso, cuando estas dos obviedades empiezan a abrirse paso en las mentes y en las conversaciones de más y más gente (a pesar de la pertinaz intoxicación por parte de la mayoría de los medios de comunicación en manos de esa misma oligarquía), entonces el capitalismo necesita echar mano de armamento más potente para protegerse de las antorchas y la guillotina. Y entonces aparece el fascismo. Primero en los platós de televisión y después en los parlamentos.
Para intentar que se te olvide que la culpa de tus males la tiene ese 0,1% de población mayoritariamente blanca y masculina que viaja en avión privado y se gasta en una sola fiesta con caviar, cocaína y prostitutas menores de edad lo mismo que cualquiera de nosotros durante toda una vida en una hipoteca —para torcer, en definitiva, el dedo social que, en determinadas épocas, señala hacia arriba—, el fascismo te proporciona un culpable alternativo de tus desgracias.
«La culpa de tu inseguridad económica y de tu angustia vital no la tienen los de arriba. La tienen los de al lado. No mires en vertical. Mira en horizontal. Que a ti te vaya mal no es culpa de esos señores que ganan en un mes lo mismo que tú en 50 años y que construyen sus fortunas en base a la explotación laboral, la evasión fiscal, la contaminación del ecosistema y la compra de políticos. Que a ti te vaya mal es culpa de tu prima la feminista, de tu amigo el izquierdista, de tu compañero de trabajo homosexual, de la familia vulnerable que se ha metido a ocupar un piso vacío de Bankia en tu barrio o de tu vecino árabe.»
En vez de la lucha de clases, la guerra del penúltimo contra el último. «Si te va mal en la vida, lo que tienes que hacer es odiar muy fuerte a las feministas, los rojos, los maricones, los pobres y los extranjeros.» Esta es la medicina política que te prescribe el fascismo. Y, lamentablemente, mucha gente la compra. Porque la precariedad y la angustia vital son reales. Porque encontrar las soluciones correctas es difícil. Porque es más fácil odiar al que puedes ver todos los días en la parada del autobús que al que no ves nunca porque está escondido en su urbanización privada. Y, sobre todo, porque te bombardean mañana, tarde y noche con los mensajes de odio desde la mayoría de los medios de comunicación.
Esto es lo que estamos viviendo en los últimos años. Y no solamente en España. Esto es lo que significa Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil o Meloni en Italia. La llegada del odio fascista a los parlamentos y también a los gobiernos después de haber sido cuidadosamente sembrado y regado desde los medios de comunicación. Con lo que eso significa en términos de poder político, pero sobre todo en términos de legitimación del odio en cada uno de los rincones de nuestra sociedad. Porque la guerra del penúltimo contra el último podrá salvar a la élite capitalista de las antorchas y la guillotina, pero destroza el tejido de la sociedad.
Eso es lo que estamos viendo en Francia en estos días. En un país en el que Le Pen saca más de un 40% de los votos en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en un país que lleva ya demasiados años alimentando el discurso del odio fascista contra las personas migrantes, ¿a quién puede sorprender que millones de franceses racializados, hijos, nietos o bisnietos de inmigrantes, se vean condenados a la precariedad económica, a vivir siempre en los suburbios, a no poder hacer un plan de vida, a ver cómo les roban el futuro una y otra vez o incluso los asesina la policía por el color de su piel? Esas son las consecuencias del discurso de odio: la opresión material de millones de personas, la destrucción de sus vidas acompañada de la discriminación, la humillación y la violencia institucional.
Y el problema es que no solamente la extrema derecha compra y difunde el veneno social del odio. El problema es que una parte de la progresía —desde la debilidad ideológica que la caracteriza— también adquiere, al menos parcialmente, este material. ¿O qué significa, si no, que el PSOE haya metido durante esta legislatura una enmienda para llevar a cabo desahucios exprés? ¿Que significa, si no, que el PSOE y el conjunto de la progresía mediática no se hayan atrevido a defender estos años la regularización de aproximadamente medio millón de vecinos y vecinas que no tienen prácticamente derechos civiles y sociales por encontrarse en situación administrativa irregular; como ya hicieron, por cierto, José Luis Rodríguez Zapatero y hasta José María Aznar? ¿Qué significa, si no, que siga vigente una Ley de Extranjería que es básicamente racismo institucional? ¿Qué significa, si no, el asesinato impune de decenas de personas migrantes que tuvo lugar en la valla Melilla? ¿Qué significa, si no, que no hayamos podido prohibir las devoluciones en caliente durante el intento de derogación de la Ley Mordaza? ¿Qué significa, si no, que España, con un gobierno supuestamente progresista, haya traicionado al pueblo saharaui solamente para que la dictadura marroquí nos ayude a frenar los flujos migratorios? ¿Qué significa, si no, la reunión de Pedro Sánchez con la heredera política de Benito Mussolini, Giorgia Meloni, en Roma para hablar de inmigración?
Estos días, mientras veía en el telediario las calles de París arder, no podía parar de pensar en toda esa gente que está sacando adelante este país mientras les negamos sus derechos, en los manteros perseguidos por la policía —a veces hasta la muerte— porque les gustaría ganarse la vida legalmente pero no los dejamos, en las jornaleras muertas en un accidente de autobús de Huelva, en los poblados incendiados donde alojamos en infraviviendas a las personas migrantes que vienen a recoger nuestros cultivos por una paga miserable o en Ana Rosa diciendo que le gustaba más el barrio de Usera antes de que se convirtiese en Chinatown. Estos días, mientras veía en el telediario las calles de París arder y se rompían la camisa en todas las tertulias los de la Sociedad Protectora de los Escaparates, no podía parar de pensar en el aguante casi infinito que tiene la gente trabajadora explotada y no podía parar de preguntarme cómo puede ser que no esté pasando lo mismo que está ocurriendo en Francia todo el tiempo en todas partes.
Fuente: https://canalred.tv