Hace tres décadas y media, cuando puse pie por vez primera como docente en el colegio Externado de San José, el padre Javier Ibáñez Juanpedro ya era una figura respetada en todos los aspectos.
Por: Rafael Francisco Góchez
Bajito y silencioso, tenía la peculiar habilidad de lograr que los niños y niñas estuvieran bien atentos en sus clases de Formación Cristiana, que daba con suave estilo expositivo de impecable narrativa.
Disciplinado y organizado como él solo, muchas veces el humo de su cigarrillo delataba su presencia, hasta que entró en vigencia la restricción de no fumar en los pasillos de la institución, disposición que acató con clerical obediencia.
Pronto supe de sus libros de ortografía y de lecturas seleccionadas, ambos bajo el sello de Ediciones Servicios Educativos (en ese entonces propiedad de la institución), los cuales eran muy apreciados por los cultores del buen decir y escribir; asimismo, dejaba ver sus dotes de escritor en las redacciones que preparaba para temas pastorales internos, cuyo lenguaje fluido facilitaba el acceso y el entendimiento del público infantil a los rituales católicos, haciéndolos más cercanos.
Poco a poco fui notando el cariño que sus pequeños alumnos y alumnas le tenían, tanto como el buen recuerdo que graduados de promociones anteriores conservaban de él, privilegio de pocos docentes y sacerdotes. Sin duda, las sencillas pero sinceras tarjetitas de cumpleaños que él tenía por costumbre darles a todos sus estudiantes jugaron un papel importante en la construcción y cultivo de este vínculo.
Cuando tuvimos sala de ajedrez y cuando su tiempo se lo permitía, llegaba a jugar algunas partidas como buen aficionado que era, con la salvedad de decir (en sus palabras relajadas) “tengo la muy mala costumbre de regalar la dama”.
Si hubiera que definir el arquetipo del sacerdote bueno y riguroso, estricto y al mismo tiempo accesible, el padre Ibáñez tendría que ser su viva personificación. Sin apartarse de la doctrina religiosa a la que dedicó su vida, sabía escuchar a quien lo necesitara y dar “consejos que se pueden seguir”, énfasis realista de no poca importancia cuando se trata del complicado arte de la empatía y el acompañamiento ignaciano.
Con el ánimo de amenizar sus misas de primeras comuniones, llegando al cambio de milenio me animé a recuperar el antiguo arte de dirigir coros y, por un buen periodo, con varias generaciones de estudiantes tuvimos el gusto de colaborar con él en esta dinámica. Un hecho memorable en este ámbito fue cuando en 2007 juntamos a todos los coros (más de 70 integrantes) para la misa de celebración de su 50 aniversario de ingreso al noviciado de la Compañía de Jesús. Él se permitió el lujo de manifestar su emoción.
Cuando, en razón de su edad, se vio forzado a dejar las clases, todos notamos en él ese vacío de estar un poco menos cerca de sus discípulos, aunque siempre mantuvo su presencia en las aulas, arreglándoselas para deambular por aquí y por allá, irradiando carisma y colaborando en la formación de sus “periquitos” y “periquitas” (como suele llamárseles a los estudiantes externadistas).
Al llegar la pandemia del Covid-19, se vio obligado a mantener un prudente aislamiento en la casa comunal jesuita de San Antonio Abad donde residía. Allí tuve el extraño privilegio de entrevistarlo a finales de 2020, con motivo del documental del centenario de fundación del Externado. Me recibió llamándome efusivamente “¡Rafa!”, como siempre lo hacía. Huraño con las cámaras, debí ingeniármelas para sacar un buen ángulo mientras él leía las palabras que para la ocasión había preparado, aunque al final capturé un buen gesto. Pasada la emergencia, enfermó de otros males y fue trasladado a la casa jesuita de El Carmen, en Santa Tecla, donde pasó sus últimos días.
El mar de anécdotas que hay entre quienes le conocieron (muchas de ellas visibles en redes sociales) es inmenso. Mi perspectiva es tan solo como compañero de trabajo y padre de familia. Como docente y colega laico, extrañaré su cordialidad, su sigilosa pero permanente presencia, sus bromas para los aficionados del Barça (y del Madrid) y, sobre todo, la imagen de un sacerdote con plena vocación.
¡Descanse en paz, padre Ibáñez!