Hace casi un siglo, el 2 de diciembre de 1931, se decapitó una oportunidad de adecentar el régimen político y económico en El Salvador. Un golpe de estado derrocó al malogrado gobierno de Arturo Araujo, instalado nueve meses antes como resultado de unas elecciones reputadas como las primeras libres en el país, tanto que al presidente Pío Romero Bosque, que las hizo posible, los adulones de siempre le pusieron mote de “padre de la democracia”
Por: Víctor Manuel Valle Monterrosa
Pío Romero Bosque había sido puesto en la presidencia por la dinastía Meléndez-Quiñonez, un esquema gobernante de hermanos, Jorge y Carlos Meléndez, con cuñado incluido, Alfonso Quiñonez Molina, que gobernaron y “hueverniaron” por 14 años, desde 1913 hasta 1927, cuando ungieron a Romero Bosque que los agarró cansados y puso su sello: elecciones libres, aunque quiso imponer a su ministro de Defensa, Alberto Gómez Zárate; pero un movimiento renovador en política ganó las elecciones.
Es interesante notar que, entre 1927 y 1930, el gobierno civil de Romero Bosque, cercano a la oligarquía, tenía como ministro de Defensa a un civil, Gómez Zárate, abogado para más señas. Ya había atisbos de estado moderno.
Arturo Araujo, de familia pudiente y admirador del laborismo inglés, con el apoyo ideológico de Alberto Masferrer y el implícito respaldo del recién fundado Partido Comunista, ganó las elecciones de11 y 13 de enero de 1931 y comenzó a gobernar en marzo de ese año.
Había buenas intenciones y aires nuevos; pero la crisis económica mundial golpeaba a las clases populares y la Unión Soviética se veía como bastión de los trabajadores del mundo unidos. Arturo Araujo, dicen testigos de mi familia, se dedicó a celebrar el triunfo; pero la celebración se prolongó mucho tiempo, lo cual aprovechó el taimado Maximiliano Hernández Martínez para urdir con felonía un golpe de estado, traidor, desde su posición de vicepresidente de Araujo. Y se instaló la dictadura militar que se desmanteló con los Acuerdos de Paz de 1992.
El 2 de diciembre de 1931 Martinez inició la “larga noche”, como la caracterizó el secretario general de Naciones Unidas Boutros Boutros-Ghali el 16 de enero de 1992 cuando el Acuerdo de Paz puso fin a la dictadura militar y al conflicto político-militar interno de los 1980 en El Salvador.
Han pasado 92 años desde ese aciago día. Martínez se inauguró con la infame matanza de 1932, gobernó para los grandes intereses y concitó el apoyo de intelectuales, hasta de algunos considerados honorables, que no vacilaron en ser sus ministros y asesores. En todo caso, decían, “había salvado a la patria de la indiada asesina, resentida e igualada”.
Martínez coronó sus 13 años de gobierno depredador de la democracia y la justicia social con una serie de fusilamientos de civiles y militares que se alzaron para derrocarlo, cuando el mundo occidental se deshacía de dictaduras obsoletas y querían renovar sus cuadros opresores. En 1944 cayeron Ubico, en Guatemala, y Martínez, en El Salvador; poco después, en 1949, cayó Tiburcio Carías Andino, en Honduras, pero había que dejar un guardián regional; Somoza quedó y su dinastía duró 35 años más hasta que la derrocó la insurrección popular sandinista de 1979.
Los nueve meses del gobierno de Arturo Araujo, a pesar de los denuestos contra su líder, pueden verse como un paréntesis de aire fresco, enrarecido por la crisis económica y la consecuente turbulencia social de los años 1920 y 1930.
Algunos vieron en Araujo una oportunidad de construir democracia real y justicia social, pero “el sistema reaccionó” y consolidó el orden surgido en el último cuarto del siglo XIX, cuando hubo despojo de tierras ejidales y comunales para darle base material a la incipiente oligarquía cafetalera que se ha mantenido, diversificada y descafeinada, con mucho poder, aunque sus custodios hayan cambiado y se hayan incorporado como protagonistas nuevos miembros; pero el modelo original, de larga data, se conserva.
¿Tendrá valor político y, sobre todo moral”, hacer ese recuento de hechos duros sucedidos en El Salvador? Los historiadores y los dirigentes sociales y políticos tienen la palabra. Han pasado 92 años desde el 2 de diciembre de 1931 y faltan 77 para que concluya el siglo XXI. Y la vida sigue, viendo el pasar de la transitoriedad y la corruptela del poder.