Al comienzo de la segunda mitad de la década de 1950 nació en El Salvador la primera emisora de televisión. Hasta 1956 solo existían estaciones de radio, y la mayor parte de ellas eran noticiosas y de entretenimiento musical, las llamadas radio sinfonolas.
Por: Toño Nerio
Pocas eran las contaban con elencos dramáticos para hacer radionovelas, comedias, cuentos infantiles u otras producciones de cierta complejidad radiofónica. Heredera de ese tiempo es la destacada, entre otras, personificación de Albertico Limonta, del drama cubano El Derecho de Nacer, hecha por el gran locutor vicentino Guillermo Antonio Hernández. Tan impresionante fue su actuación, que Hernández vivió el resto de su vida siendo conocido por el nombre del personaje de la famosa radionovela, Albertico.
No había muchos actores o actrices, pero esos pocos eran buenos. Aunque casi siempre protagonizaban obras extranjeras, que ya habían sido realizadas por compañías actorales de otras radios, cubanas o mexicanas, algunos intentaban crear personajes originales. Unos lo conseguían y otros se quedaban casi a nivel de plagio.
Sin embargo, hubo uno que apareció sin planificación y por chiripa, improvisado por completo, cuando a un actor ya experimentado le faltó su contraparte, casi a punto de salir al aire. Don Francisco Medina Funes, el locutor estelar agarró a la pasada a Carlos Álvarez Pineda y le preguntó de sopetón si podía hacer el favor de acompañarle en la siguiente hora como su compañero. Carlos, solidario como todo artista, aceptó el lance.
Don Paco, como le decían a Medina Funes –bien atildado, de traje y corbata, con sus lentes y su porte de gran señorón- , le preguntó a Carlos que a quien iba a encarnar. Sin darle tantas vueltas, Carlos dijo que a un campesino. Juntos armaron el guion pero no habían pensado en bautizar al campesino, así es que Don Paco, al notarlo, le dijo a Carlos “y a todo esto, ¿Cómo se va a llamar el campesino?”. Carlos contestó Aniceto, Aniceto, por si soca, por si pega. Y así se quedó para siempre: Aniceto Porsisoca.
Al igual que Trespatines o Cantinflas o el Chavo del 8, de quienes son inherentes algunas frases célebres: “cosa más grande caballero”, “ahí está el detalle” y “fue sin querer queriendo”, Aniceto también tenía la suya: “yo te lo dije, Chele”.
Esa exasperante expresión es la que se dice cuando alguien con sentido común ha advertido a otro, supuestamente mucho más inteligente y “estudiado, leido y escrebido” acerca de algo obvio, pero este, tercamente y por desprecio al humilde campesino se ha empeñado en no escucharlo y termina “dándose con la piedra en los dientes”.
Eso es justamente lo que le acaba de suceder a todos los partidos políticos, científicos políticos y sociales, añejos analistas de la realidad nacional, comentaristas expertos en todos los temas habidos y por haber y todo tipo de opinólogos acerca de esta y la otra vida en El Salvador. Y, claro, bien bravos, ahora le dicen a este humilde campesino émulo de Aniceto que cierre la boca, que si no fue a votar no tiene derecho de hablar.
Pero es que todos ellos son o bien una recua de ingenuos perfectos –lo que en política es un suicidio- o unos hipócritas redomados -que, en política es homicidio o hasta genocidio-. En cualquiera de los dos casos se empecinaron en acumular sus críticas semanales a las decisiones y las acciones del régimen autocrático, sin hilvanarlas para ver la relación existente entre todas esas cuestiones que estaban criticando y, haciendo un esfuerzo de síntesis, sacar sus conclusiones y dar sus sabias recomendaciones.
No. En lugar de eso se quitaban unos a otros la palabra para acusar -a cual más acre- al tirano y llegado el momento de sentar posición caer unánimes en el llamado al voto.
Dijeron que ese voto no iba a legitimar al dictador. No, pero ya el Departamento de Estado de los Estados Unidos, el presidente de los Estados Unidos, el de Guatemala, la de Honduras, estaban aplaudiendo la aplastante victoria y comunicándole sus muestras de alegría por su triunfo a bukele, a la hora en que el presidente-candidato oficial convocaba a sus fanáticos a celebrarla… cuando todavía no se había emitido ningún comunicado por parte de las autoridades electorales salvadoreñas informando acerca de los resultados preliminares. Sus saludos lo legitiman ¿o me equivoco?
Ir a votar en las condiciones absolutamente anómalas, dijeron, no significa legitimar la dictadura. No, pero ya la Misión de Observación Electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Honorable Cuerpo Diplomático han destacado la “tranquilidad” en que se vivió en todo el país el día de las elecciones. Las legitiman.
Si las celebraciones en el interior del país y el reconocimiento internacional no son ninguna legitimación, no entiendo cuál es el requisito que falta para que sean legítimos las elecciones y sus resultados.
Y para que sean legales no hace falta otra cosa que la certificación escrita en papel oficial del organismo competente, declarándolas válidas y con las firmas de quienes tienen que firmar y los sellos que deben estamparse. Y conseguir eso de sus empleados no le cuesta a bukele más que unos pocos datos de su celular.
Cae de su peso que ni falta que hace decir que por supuesto que se cuenta con esa certificación para cuando haga falta.
Si por algún exceso de celo acaso se llegara a necesitar de alguna constancia fiscal o de algún juicio de constitucionalidad, para eso están el fiscal general y los señores y señoras que ocupan los cargos de magistrados de la sala de lo constitucional desde el 1 de mayo de 2021, gracias a la voluntad personal –¡ups!- del propio bukele.
Hace cinco años, cuando bukele celebraba su triunfo en las elecciones presidenciales de 2019 y, aprovechando la euforia de sus seguidores –los nayiliberes–, deslizó como sin darle toda la importancia política que tiene la frase “para realizar mi proyecto necesito veinte años por lo menos”.
Entonces advertí vientos de dictadura. En El Salvador sabemos cómo huele ese animal y lo reconocemos a la legua.
Cuando al nombrar a su ministro de defensa y a su jefe de policía les conminó a jurarle fidelidad a su persona y no a la Constitución y a las leyes, caractericé al régimen que estaba naciendo como una dictadura militar con ropaje civil.
Cuando dijo que iba a terminar con los homicidios y, como con una varita mágica, de la noche a la mañana se redujeron las cifras de los muertos tirados a la vista de todos en las calles del país, dije: “esto tiene que ser obra de un pacto con las pandillas”.
Entre paréntesis: la única vez que vimos una disminución drástica y súbita de homicidios fue cuando entre 2012 y 2014 hubo un pacto entre criminales que fue auspiciado por la OEA y bendecido por el Secretario General, José Miguel Insulza, sacerdotes y una que otra ONG.
El día que armado hasta los dientes irrumpió en el Palacio Legislativo destrozando toda su soberanía y dignidad en un acto inaudito y jamás visto en la vida republicana de El Salvador, recordé que el papel político de las fuerzas armadas en el ejercicio del poder es el de garantizar a toda costa la consecución de los objetivos de la clase gobernante. En otras palabras permitirle a la clase dominante y a sus representantes la realización de sus acciones y sus metas eliminando o inhibiendo toda oposición pacífica.
De la misma forma, el 1 de mayo de 2021, cuando los obedientes diputados que le juraron aprobar en el congreso todas sus disposiciones dieron un golpe de Estado contra el Poder Judicial, destituyendo a los magistrados y al fiscal general que habían sido nombrados legalmente siguiendo los procedimientos establecidos y habiendo cumplido los requisitos legalmente, señalé que esa arbitrariedad había dado un golpe mortal a la República porque había destrozado el Estado de Derecho, la separación de poderes y puesto fin a toda la legalidad e institucionalidad que la sustentan.
La sala de lo constitucional impuesta por bukele tenía una sola misión: declarar legal la inconstitucional reelección de bukele. Desde ese momento carecía de todo sentido la participación en ningún evento electoral. Los vicios en todos elementos y momentos del proceso estaban a la vista de cualquiera: nada iba a impedir que el que un día fue elegido presidente constitucional, con todas las de la ley, se convirtiera en un dictador tal como lo anunció impúdicamente en su discurso de la victoria cuando declaró la intención de perpetuarse en el poder o quedarse en él por lo menos veinte años.
Los comentaristas, analistas, políticos, expertos en todas las cosas de la vida nacional se muestran asombrados ante la avalancha de irregularidades del día de las elecciones y en vista de ello consideran hasta la posibilidad de que pudiera haberse producido un fraude. Ay, papito ¡yo te lo dije, Chele!, como decía Aniceto Porsisoca, el abuelito de la Carlita.