Cimiento de nuevas violencias

La semana pasada, el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU se refirió a El Salvador en la sesión del Consejo de los Derechos Humanos, en la que participan por elección 47 países.

El Salvador perteneció a este Consejo desde 2015 a 2018, siendo ese quizás uno de los éxitos diplomáticos más importantes de la historia nacional reciente. Pues bien, en el Consejo, el Alto Comisionado le pidió al Gobierno salvadoreño defender “el Estado de derecho”, así como “garantizar la separación de poderes y promover controles y equilibrios adecuados”.

Insistió en que si bien defender a los salvadoreños de la delincuencia era un objetivo de derechos humanos, ese fin se puede lograr solo a partir de “medidas basadas en los derechos humanos”. En otras palabras, las detenciones arbitrarias, la retención de un gran número de inocentes en las cárceles y diversas formas de maltrato no garantizan que la violencia desaparezca definitivamente.

Sobre el Estado de derecho se ha escrito mucho, y desde todos los ámbitos del saber y de la reflexión. La Iglesia católica es muy clara en su apuesta por del Estado de derecho, la división clara de poderes y el respeto a los derechos humanos, que son, en palabras de Juan Pablo II, “universales, inviolables e inalienables”.

La tendencia de ciertos políticos a despreciar los derechos humanos va en contra no solo de las instancias internacionales a las que el país pertenece, sino también contra el pensamiento humanista y religioso. La centralización del poder suele llevar a diferentes formas de corrupción. Tomar nota de las experiencias en la Honduras de Juan Orlando Hernández, recientemente condenado en Estados Unidos, y la Nicaragua de la dictadura Ortega-Murillo ayuda a entender con claridad el camino que nuestra nación no debe recorrer.

El sistema de gobierno que ha regido en el país desde la firma de la paz ha sido deficiente, no se ha traducido en mejores condiciones de vida para las mayorías. Las expectativas y anhelos puestos en la democracia se truncaron y de ahí resurgió la tentación autoritaria de acaparar todo el poder y aplicar la fuerza como solución a los problemas.

Una mano dura que en muchos aspectos contradice obligaciones legales del Estado salvadoreño. Por ello, no debería causar extrañeza que en diversas instancias internacionales se le llame la atención a El Salvador y se le pida respetar el Estado de derecho. Aceptar y corregir las deficiencias en ese campo es una responsabilidad estatal frente al pueblo salvadoreño.

Continuar con un discurso adverso a los derechos humanos solo aumenta la indefensión ciudadana ante los abusos del poder. Todos los políticos, tanto los de ayer como los de hoy, deben recordar que cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todos los ciudadanos sin excepción, violenta gravemente el Estado de derecho. Y aunque se alcancen algunos éxitos mediante la fuerza arbitraria, se están poniendo los cimientos de nuevas violencias. (Editorial UCA)

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