Rodolfo Cardenal*
Esa experiencia se repite en el continente. México desplegó su ejército para combatir el crimen organizado y solo consiguió aumentar la violencia. La autoría de la mayoría de las desapariciones y de los asesinatos, delitos frecuentes, es desconocida. Tanto puede ser el Estado como los criminales o ambos en colaboración. El mal pagado ejército de Ecuador enfrenta a unas organizaciones criminales mucho más poderosas. Colombia, en cambio, comprendió que la única manera de reducir la actividad criminal organizada es la negociación, pese a ser una alternativa políticamente casi inviable. Excepto en Rosario, Argentina tiene tasas de homicidio y violencia más bajas que otros países de la región gracias a la flexibilidad y la inteligencia policial.
A pesar de los repetidos fracasos, los gobernantes latinoamericanos insisten en la solución militar. El Salvador de Arena, del FMLN y de Bukele no ha sido la excepción. Primero negociaron con las pandillas cierta libertad de acción a cambio de votos y de reducir los homicidios. El equilibrio resultó precario y frágil, y desembocó en la represión total. La novedad del modelo de Bukele es que lo ha librado de rendir cuentas y le ha garantizado impunidad. Pero el ejército no está entrenado para enfrentar una crisis social de gran envergadura. Su solución requiere de una enorme cuota de inteligencia. Una tarea que corresponde a la policía, que tampoco está capacitada. Sus jefes han optado por la salida fácil de la militarización.
El modelo de Bukele deshumaniza a sus víctimas e insensibiliza a la sociedad simultáneamente. No se ensaña con personas, sino con cosas. Etiqueta a sus víctimas como cosas intrínsecamente malvadas, las cuales deben ser exterminadas. La etiqueta y el castigo son actos unilaterales, que dictan el destino de los sentenciados. El modelo prescinde de cualquier otra prueba de culpabilidad. Una vez colocada la etiqueta, circunstancias personales como una discapacidad, una enfermedad mental y la peligrosidad son irrelevantes. De hecho, ni siquiera es necesario que la víctima haya cometido un delito punible para ser condenada y severamente castigada. El castigo tampoco es proporcional a la gravedad del supuesto crimen. Y a la inversa, nada de lo que las víctimas hubieran hecho o dejado de hacer las beneficia. Por eso, las constancias y los testimonios, así como las órdenes de libertad de los jueces son echadas a la basura. Nada puede liberar a la víctima del destino asignado a la etiqueta encasquetada.
El Salvador de Bukele es unilateral. La etiqueta separa nítidamente a los sujetos de los objetos reprimidos, el derecho a castigar de la obligación de sufrir el escarmiento, el hacer del padecer. Una vez identificados, los objetivos son despojados de su humanidad y su vida, y la vida de su entorno es destruida. La sabiduría popular lo expresa con la siguiente fórmula: “Nacer con cariño para crecer reprimido”. La destrucción de la vida de un ente extraño como la de una cosa poco valiosa o descartable no impresiona ni conmueve. Al contrario, el verdugo no solo está convencido de cumplir un deber, sino también de ser una persona íntegra y honesta, incluso religiosa.
Es la nueva forma adquirida por el mal. Un mal que se presenta, como suele ocurrir, con apariencia de bien. El método de Bukele tortura y mata sin piedad y sin remordimientos. Sus verdugos son sociópatas sádicos activos, mientras que la multitud que asiente complacida es también sociópata sádica, pero pasiva. Al convertir al otro en un objeto infame, el modelo de Bukele ha despojado a la sociedad salvadoreña de su capacidad humana para sentir afinidad y empatía con los demás.
La humillación pública, la cárcel y la crueldad suceden a otros que no son como nosotros. Las sufren los criminales o los enemigos del pueblo. Nosotros no debemos nada, no tememos nada. Hasta que el modelo nos etiqueta como despreciables y perversos, incluso si votamos por Bukele.
* Rodolfo Cardenal, director de Centro Monseñor Romero.