Tenía yo unos ocho o tal vez diez años cuando Chepito le enseñó a jugar al ajedrez a mi hermana adolescente, Carlotita. Él era uno de los varios muchachos que se peinaban como Elvis y que siempre querían estar cerca de ella.
Por: Toño Nerio
Pero el que concibió una treta inteligente para pasar más tiempo con ella fue ese de ojitos verdes que llegaba a la casa desde la hora en que volvían del instituto nacional, hasta que la Niña Inés, su mamá le gritaba que ya estaba servida la cena y que se le estaba enfriando y mosqueando.
El ajedrez fue el pretexto perfecto que encontró Chepito para que mis progenitores le dieran chance de pasar a la sala de nuestra casa.
Luego, Carlotita nos enseñó a Roger –mi hermanito menor- y a mí para que fuéramos sus sparrings de cabecera. Nos dijo que en la antigüedad ese era el juego que jugaban los grandes reyes, porque era el juego en el que simulaban la guerra, desarrollaban todas sus tretas, engaños, ataques y defensas, para derrotar a sus contrincantes.
Ella fue la que por primera vez nos dijo dos palabras que serían claves inseparables de nuestras vidas: táctica y estrategia. Y fue la que nos explicó en qué consistía cada una de ellas, su vinculación intrínseca y lógica necesaria, o sea, la dialéctica entre ambas. Claro que no nos lo dijo así, sino que nos dio a entender el concepto que encerraba cada una de aquellas palabras que sonaban tan interesantes a los oídos de los dos niños que éramos.
A nosotros, como a toda aquella generación de niños hijos de la plena Guerra Fría, dentro de la órbita de los estadunidenses y de su fábrica de propaganda cinematográfica y de la pantalla chica, los juegos de guerra nos encantaban.
De hecho, los miércoles toda la pandilla de chiquillos estaba en la sala de nuestra casa de la Colonia Belén, de San Miguel, sentados en el suelo frente a la tele, mirando con emoción las escenas de la serie de ¡Combate! y las aventuras del grupo de valientes invencibles que encabezaba con su fusil Thompson el Sargento “Sonder”–así le decíamos al personaje de Vic Morrow-, Chip Saunders.
Cuando nuestro pobre papá regresaba del trabajo lo retábamos para que se echara unas partiditas con cada uno de nosotros. De tan cansado que estaba nos dejaba ganarle, solo para darnos gusto y poder entonces cenar en paz y descansar un rato leyendo el diario.
Pronto descubrimos que existían libros de maestros del ajedrez, su historia, su desarrollo y algunas técnicas preferidas por los grandes titanes, las aperturas, razones de los sacrificios, etc., y, obviamente, pedimos que nos los compraran.
Pero, nada que ver. Sí que nos daban lustre a la hora de hablar sobre ajedrez, pero de nada servían a la hora de estar frente a un tablero para enfrentar en silencio al rival y al reloj. La teoría era muy buena para saber qué haría el fulano del libro ante una salida tal o cual, sin embargo a la hora de la hora muy poco útil resultaba el lustre y conocer al dedillo lo que haría otro en otro tiempo y otras circunstancias, frente a otro rival.
La mayoría de nosotros a la hora de la verdad éramos reactivos, siguiendo por detrás las movidas del otro, sin plantear batalla o tomar la iniciativa; peor aún si era el otro el que llevaba las blancas, esa jugada de ventaja podía decidirlo todo.
Con el tiempo aprendimos que la lectura del juego tiene que hacerse desde antes del principio, por lo que hay que tener un plan que comienza con el estudio del enemigo, su historial, sus flancos fuertes y sus debilidades, sus aperturas preferidas y defensas.
Aprendimos que una trampa mortal es hacer suposiciones en lugar de estudiar; nada de preconceptos, presunciones ni, mucho menos, poner atención a simples chismes. Peor, nunca despreciar o ver de menos al rival.
En la guerra no existe el enemigo pequeño. Siempre hay que tener presente la imagen de una bacteria que puede ser mucho más letal que cualquier arma. Más grave aún si esa cosa microscópica ataca un cuerpo debilitado por otras enfermedades o carencias.
Había niños con una capacidad ajedrecística que nos dejaban boquiabiertos. Incluso entre esos pequeños ya algunos participaban en eventos promocionales que organizaba la Federación Salvadoreña de Ajedrez (FSA), recién afiliada a la Federación Internacional.
En los colegios, institutos, sindicatos y en la Universidad de El Salvador (UES) se organizaban torneos. El dirigente sindical y Secretario General del clandestino Partido Comunista Salvadoreño (PCS), Salvador Cayetano Carpio, era un apasionado del ajedrez y siempre que el tiempo se lo permitía, jugaba con los muchachos y muchachas de la Juventud Comunista en el local del sindicato. Así nos fuimos haciendo conscientes de que para ganar era necesario el estudio y el ejercicio.
Esa mentalidad, decía el viejo dirigente, lo hace a uno tener siempre la mirada en modo analítico. “Deformación profesional buena”, decía, porque para un político es muy importante estar enfocado, siempre y en todo momento, en cada movimiento del enemigo. Y preguntarse, ¿por qué, qué anda buscando y para dónde va?
En política nada sucede por casualidad.
Por eso cuando un niño rico, desconocido por la militancia, apareció dentro de la lista de los candidatos del partido de izquierda FMLN, apadrinado por el sector del ex Partido Comunista Salvadoreño como candidato a edil por un pequeño municipio, la pregunta se caía por su propio peso: ¿Qué pata puso ese huevo? Y, al hacer memoria y averiguar para confirmar, los más celosos –como mi hermano y yo-, pusimos el grito en el cielo: “¡es el mismo dueño de la discoteca-bodega de cocaína de los narcos!, ¡la que fue clausurada por la policía antinarcóticos!”, exclamamos alarmados junto con los militantes que, naturalmente, conocían la ley fundamental del Frente: los Estatutos.
Uno de los criterios para ser representante del partido para una elección ciudadana o para ocupar puestos en las estructuras de dirección del partido era, obviamente, ser militante, tener antecedentes relevantes que demostraran la lealtad al pueblo y al Frente, y, por supuesto, moralidad notoria y sin mancha. No era ese el caso de un sujeto que había estado involucrado en problemas policiacos por narcoactividad.
Cuando se conoció la composición de su equipo de dirección municipal, aparecieron más personas que tenían un pasado tenebroso. Una mujer, por ejemplo, también de origen familiar relacionado con la oligarquía y el partido y los gobiernos de la derecha; con antecedentes criminales por tráfico de niñas; y el esposo de esta, el que había estado preso y cumpliendo condena por narcotráfico, precisamente por ser el administrador de la discoteca-bodega del joven bukele.
Todos esos sujetos gozaban de la protección de los dirigentes efemelenistas del antiguo partido comunista y del silencio conveniente de los ex dirigentes de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) y, algo súper extraordinario: la asesoría legal del Doctor Fabio Castillo, ex coordinador general del FMLN, militante sin carnet del partido comunista que, con el correr de los tiempos, llevó a Jerusalén al joven recién electo presidente bukele, para besar el Muro de los Lamentos y presentar respeto a Israel.
Fabio Castillo fue el mismo abogado que escribió los Estatutos del Partido FMLN, para inscribirlo legalmente tras el fin de la guerra civil. Ese avezado abogado acompañó a bukele como concejal cuando asumió la alcaldía de San Salvador y fraguó la única salida que le llevaría a ser candidato presidencial: su expulsión. Fue quien le entregó a bukele la manzana que utilizó como proyectil contra la síndica municipal. Por esa acción de violencia contra una mujer fue procesado y expulsado y fue candidato.
Jugada tras jugada, el partido de ajedrez llegó a su final sin que los aprendices de políticos –los que callaron hasta el día de hoy los nombres de los que asesinaron a Salvador Cayetano Carpio y fraguaron la leyenda de que el viejo Marcial fue el asesino de Ana María, su vieja compañera de lucha- pudieran enterarse.
Todas las jugadas que el presidente bukele ejecutó en su siguiente partida lo tienen a un paso de convertirse en el primer jefe de la narco monarquía con disfraz republicano.