El Doctor Ramón Rivas, antropólogo, afirmó alguna vez que el suelo de nuestro país es un enorme “osario de desaparecidos”, haciendo cruda referencia al tema de las desapariciones forzadas de ciudadanos sin resolver que muchas familias padecen en nuestra sociedad.
Por: Luis Arnoldo Colato Hernández*
Y es que para ilustrarlo solo debemos hacer referencia a los datos, como por ejemplo el ofrecido por la PNC el pasado 15 de marzo, cuando aseguró que existían 158 casos de desaparecidos activos en el país, promediando algo más de 63,2 desaparecidos mensualmente en aquel momento, es decir 1,75 personas diarias, para las que, de acuerdo a esta fuente, no hay solución.
Por otro lado, y para 2022, la FGR estimó que cada 18 horas, una fémina es desaparecida en promedio y como consecuencia de la cultura de violencia contra la mujer (IML), lo que a la fecha se ha visto agravado de acuerdo a la misma fuente.
Es decir; si bien la cultura de desapariciones forzadas no es de ahora, el hecho es que nada se ha adelantado por procurar su desarticulación, profundizando y agravando en el tiempo las consecuencias de su práctica.
Y es que, si nos atenemos a nuestra historia, basta recordar lo sucedido en 1932, cuando la soldadesca se dispersó en nuestros campos durante los seis meses que siguieron a la matanza de enero 22, ejecutando la campaña de terror desatada contra el campesinado, ilustrado en las crónicas de la época, y magistralmente por Salarrué en su obra.
Las personas eran sustraídas de sus hogares y asesinadas en el lugar con lujo de barbarie, siendo sus cuerpos mutilados abandonados en las veras de los caminos, y para imprimir terror en la población sobreviviente.
Es decir; las desapariciones forzadas además de ser animadas ideológicamente, detentan un ingrediente característicamente emocional: están dirigidas a imponer el terror colectivo. Y es que fue el estado el que primero la practicó por intermedio de sus agentes.
Si bien aquellas masacres fueron motivadas por razones étnicas, sirvieron al propósito de aterrorizarnos inter generacionalmente y colectivamente, padeciendo aún sus efectos e impunidad.
La desaparición entonces, además de la sustracción de las víctimas tiene por objeto el que sus sobrevivientes padezcan la incertidumbre de no saber qué fue de ellos, lo que les hace padecer un calvario agravado por la inacción del estado, como por la ausencia de empatía por parte de sus agentes, que sólo profundizan el sufrimiento al no hacer, y sí dejar hacer.
Y es que en las actuales circunstancias al hecho de que la cultura de las desapariciones forzadas subsista, se ve reforzada por la inacción estatal que ve en la denuncia de esta, una amenaza al discurso de supuesta seguridad que adelanta el régimen, por lo que para agravar esta realidad sencillamente el estado no actúa, para no reconocer perversamente que la tal seguridad que nos afirma el discurso oficial, ¡es falsa!, y en consecuencia ese único logro del régimen, irreal.
Revictimizando a sus víctimas, martirizando a sus sobrevivientes.
*Educador salvadoreño