El cuidado

Hay asuntos que siempre han estado presentes en nuestras vidas y cuyo significado, en un determinado momento, sufre una modificación radical.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


S e pasa de una concepción pasiva a otra diametralmente distinta, se reinterpreta el propio sentido de la palabra que explica el cariz de la acción y se definen nuevas reglas que acompañan a la actuación de actores que pueden seguir siendo los de siempre. En la mayoría de las ocasiones la explicación tiene que ver con transformaciones sociales profundas que han ido dándose en silencio y cuyos efectos salen a la luz en un momento dado cambiando sutilmente el sentido de las cosas.

Una de estas cuestiones gira desde hace un puñado de años en torno al término del cuidado, o de su acepción plural, cuidados. Concebidos para el marco de una sociedad patriarcal, todavía mayoritariamente rural y con un esquema de atención pública precaria por el magro desarrollo de la faceta social del estado y la frágil subsidiariedad de instituciones de caridad centradas básicamente en el ámbito religioso, los cuidados se desarrollaban sobre todo en el terreno de lo privado.

Eran las familias las que constituían núcleos por excelencia de actuación suministrando los espacios de atención y derivando los recursos económicos y humanos que se requirieran. El cuidado a los niños, siempre más numerosos, se alternaba con el dado a las personas mayores, así como a las que eventualmente cayeran enfermas. Las mujeres eran las protagonistas exclusivas de esta práctica.

La estructura social definida registraba una fuerte jerarquización y una profunda desigualdad que iba acorde con un mercado laboral formal casi exclusivamente masculino. Los varones trabajaban siempre fuera del hogar. Ello coexistía con unas pautas culturales donde se daban valores de solidaridad y, en cierto sentido, de comunitarismo donde lo individual apenas si carecía de espacio. Los grandes cambios producidos en el tercer cuarto del siglo XX socavaron profundamente esa situación cuya transformación continuó en los lustros siguientes a una mayor velocidad.

La expansión del capitalismo y los réditos exitosos de la sociedad del consumo alimentaron la expansión fulgurante de la sociedad digital en la que nos encontramos y ello trajo consigo la potenciación de la singularidad y la pérdida de la solidaridad en el orden social. A la vez, se registraba la práctica urbanización plena de una sociedad cada vez más envejecida y con el mayor porcentaje en su historia de población femenina inserta en el sector formal de la economía. En muchos casos las mujeres doblaban su jornada laboral compaginando las tareas de fuera y de dentro del hogar.

Los tres espacios fundamentales del cuidado centrados en la niñez, la vejez y la enfermedad se han visto alterados mucho en la medida en que los cambios sociales enunciados han modificado las condiciones de la vida en lo relativo al número de personas afectadas y en la propia naturaleza de una existencia más longeva. El capitalismo ha enseñado que el cuidado también puede ser objeto de la prevención aseguradora y ha estimulado planes de ahorro a tal efecto así como la suscripción de las pertinentes pólizas de seguro. Su reto a los sistemas de la seguridad social pública es permanente en una carrera constante por hacerse con la parte del león de todo el basto entramado de la dependencia. Además, la elasticidad de los mercados laborales en los que no se encuentra disponibilidad de personal para llevar a cabo las tareas del cuidado hace que se amplíe a otros lares donde hay gente dispuesta. La inmigración, tan denostada por algunos políticos irresponsables, es la solución.

Por otra parte, la sociedad del primer cuarto del siglo XXI se ha ido comprometiendo paulatinamente con otro tipo de cuidado que pudo parecer insólito habida cuenta de la extensión que ha tomado desde hace apenas unas décadas y su incremento aun mayor tras la pandemia. Se trata del auge incremental de los animales de compañía que requieren atención diaria. Como señala Constanza Cilley, “la humanización de las mascotas no es una moda pasajera, sino una tendencia en crecimiento con raíces en los profundos cambios sociales de nuestra sociedad. Este proceso está modificando los hábitos, prioridades y el concepto de familia, haciendo que las personas vean a sus mascotas como miembros de su propia familia”.  Además, las mascotas configuran un negocio que mueve un volumen de 300.000 millones de euros anuales y que se espera que para el año 2030 ese monto se incremente hasta los 450.000 mil millones de euros por año.

No ha dormido bien. Ha tenido que levantarse tres veces durante la noche. La primera vez una pesadilla despertó a la anciana que cuida haciéndola gemir durante un buen rato. Solo se calmó cuando agarró suavemente su mano y musitó unas palabras de consuelo. Más tarde le pidió un vaso de agua. Al rayar el nuevo día tuvo necesidad de orinar y volvió a demandar su servicio. A pesar de que duerme poco, el hecho de contar con aquel trabajo le tiene contenta porque sus condiciones no son malas y puede mandar todos los meses una cantidad a sus padres en Cali que alivia su precariedad. Los dos años anteriores cuidó a un niño al que atendió desde recién nacido, pero cuando creció la atención se derivó a un jardín de infancia y prescindieron de su servicio.

Son trabajos distintos carentes de especialización y sabe que lo que se paga es el tiempo dedicado. El denominador común del cuidado queda relegado al trato humano, aunque los requerimientos y, sobre todo, las respuestas sean diferentes. Si le pidieran que atendiera a las mascotas también lo haría. No entra en valorar la moda existente que, escucha, se ha extendido por todas partes. Es un trabajo más. Lo que sigue sin entender con respecto a la tarea a la que se dedica es el significado de aquella frase enigmática que, dándole de inmediato la espalda, le dijeron una vez sus empleadores cuando quiso contar el problema que tenía con extranjería: “nos trae sin cuidado”.

*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca.

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