El Fin de la Acción Comunicativa

En su ensayo Inteligencia colectiva, el teórico de los medios de comunicación Pierre Lévy pinta una democracia digital aún más directa que la llamada «democracia directa».


Por: Byung Chul-Han


E lla licuaría la osificada democracia representativa por medio de más comunicación, por medio de una incesante retroalimentación. Se asemeja al concepto de LiquidFeedback, un software que se utilizaba en el entorno del Partido Pirata, ya irrelevante, para formar opiniones y tomar decisiones: «La democracia en tiempo real […] crea un tiempo de continuas tomas de decisiones y evaluaciones, en el que un colectivo responsable sabe que en el futuro se enfrentará a las consecuencias de sus actuales decisiones» . La representación, que crea distancia, se sustituye por la presencia de la participación directa. La democracia digital en tiempo real es una democracia presencial. Convierte el smartphone en un Parlamento móvil con el que se debate en todas partes y a todas horas. Se ha demostrado que la democracia en tiempo real, con la que se soñó en los primeros tiempos de la digitalización como la democracia del futuro, es una completa ilusión. Los enjambres digitales no forman un colectivo responsable y políticamente activo. Los followers, los nuevos súbditos de los medios sociales, se dejan amaestrar por sus inteligentes influencers para convertirse en ganado consumista. Han sido despolitizados. La comunicación en las redes sociales basada en algoritmos no es libre ni democrática. Esto conduce a una nueva incapacitación. El smartphone como aparato de sometimiento es todo menos un Parlamento móvil. Al publicar sin cesar información privada en un escaparate móvil, acelera la desintegración de la esfera pública. Produce zombis del consumo y la comunicación, en lugar de ciudadanos capacitados.

La comunicación digital provoca una reestructuración del flujo de información, lo cual tiene un efecto destructivo en el proceso democrático. La información se difunde sin pasar por el espacio público. Se produce en espacios privados y a espacios privados se envía. La red no forma una esfera  pública. Los medios sociales amplían esta comunicación sin comunidad. Ningún público político puede formarse a partir de influencers y followers. Las communities digitales son una forma de comunidad reducida a mercancía. En realidad, son commodities. No son capaces de acción política alguna.

La red digital carece de la estructura anfiteatral de los medios de comunicación convencionales, que agrupan los asuntos relevantes para la sociedad en su conjunto y atraen la atención de toda la población hacia ellos. Las fuerzas centrífugas que le son inherentes hacen que el público se desintegre en enjambres fugaces e interesados. Esto dificulta la acción comunicativa, que requiere públicos estables a gran escala.

Además de los problemas que acarrea el cambio estructural digital en la esfera pública, hay procesos sociales que son responsables de la crisis de la acción comunicativa. Según Hannah Arendt, el pensamiento político es «representativo» en el sentido de que «el pensamiento de los demás está siempre presente». La representación como presencia del otro en la formación de la propia opinión es constitutiva de la democracia como práctica discursiva: «Me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento» . En el discurso democrático es necesaria la imaginación, que me permite, «ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy» . El pensamiento que lleva a la formación de la opinión es, según Arendt, «genuinamente discursivo» , por cuanto que hace igualmente presente la posición del otro. Sin la presencia del otro, mi opinión no es discursiva, no es representativa, sino autista, doctrinaria y dogmática.

La presencia del otro también es constitutiva de la acción comunicativa en el sentido de Habermas: «El concepto de “acción comunicativa” nos obliga a considerar a los actores también como hablantes y oyentes que se refieren a algo en el mundo objetivo, social o subjetivo, y, por tanto, hacen de forma recíproca afirmaciones de validez que pueden ser aceptadas y discutidas. Los actores ya no se refieren directamente a algo en el mundo objetivo, social o subjetivo, sino que relativizan su afirmación sobre algo en el mundo con la posibilidad de que su validez sea rebatida por otros actores» . Hacerlo directamente o desde sí mismo no es un movimiento discursivo. Es ser ciego al discurso. El discurso es un movimiento de ida y vuelta. La palabra latina discursus significa «discurrir», «moverse por», ir por ahí. En el discurso, el otro nos desvía, en un sentido positivo, de nuestras propias convicciones. Solo la voz del otro presta a mi afirmación, a mi opinión, una cualidad discursiva. En la acción comunicativa, debo ser consciente de la posibilidad de que mi discurso sea cuestionado por otro. Un enunciado sin signo de interrogación no tiene carácter discursivo.

En un metaplano más esencial, la crisis actual de la acción comunicativa se debe al hecho de que el otro está en trance de desaparición. La desaparición del otro significa el fin del discurso. Este hecho priva a la opinión de la racionalidad comunicativa. La expulsión del otro refuerza la compulsión autopropagandística de adoctrinarse con las propias ideas. Este autoadoctrinamiento produce infoburbujas autistas que dificultan la acción comunicativa. Si la compulsión de la autopropaganda aumenta, los espacios del discurso se ven cada vez más desplazados por cámaras de eco en las que la mayoría de las veces me oigo hablar a mí mismo.

El discurso requiere separar la opinión propia de la identidad propia. Los individuos que no poseen esta capacidad discursiva se aferran desesperadamente a sus opiniones, porque, de lo contrario, su identidad se ve amenazada. Por ello, el intento de hacerles cambiar de opinión está condenado al fracaso. No oyen al otro o no lo escuchan. Pero la práctica del discurso consiste en escuchar. La crisis de la democracia es ante todo una crisis del escuchar.

Según Eli Pariser, lo que está destruyendo el espacio público es la personalización algorítmica de la red: «La nueva generación de filtros de internet se fija en lo que parece que a usted le gusta —cómo ha sido de activo en la red o qué cosas o personas le gustan— y saca las conclusiones pertinentes. Las máquinas pronosticadoras crean y refinan continuamente una teoría sobre su personalidad y predicen lo siguiente que usted querrá hacer. Juntas, estas máquinas crean un universo único de información para cada uno de nosotros —lo que llamo el “filtro burbuja”— y cambian fundamentalmente el modo en que accedemos a las ideas y a la información» . Cuanto más tiempo paso en internet, más se llena mi filtro burbuja de información que me gusta, que refuerza mis creencias. Solo se me muestran aquellas visiones del mundo que están conformes con la mía. El filtro corta el paso a otras informaciones. De ese modo, el filtro burbuja me enreda en un «bucle del ego» permanente.

Eli Pariser ve en la personalización de la red una amenaza a la propia democracia. Las cuestiones socialmente relevantes que quedan fuera del interés individual inmediato son, afirma Pariser, la base y la razón de ser de la democracia. La personalización de internet hace que nuestro mundo y nuestro horizonte de experiencias sean cada vez más pequeños y limitados. Ello conduce a la desintegración de la esfera pública democrática: «En el filtro burbuja, la esfera pública —el ámbito donde se identifican y abordan los problemas comunes— simplemente es menos relevante»

El punto débil de la teoría del filtro burbuja es que atribuye el estrechamiento del horizonte de la experiencia en la sociedad de la información únicamente a la personalización algorítmica de la red. Al contrario de lo que supone Pariser, la desintegración de la esfera pública no es un problema puramente técnico. La personalización de los resultados de búsquedas y newsfeeds solo desempeña un papel mínimo en este proceso de desintegración. El autoadoctrinamiento y la autopropaganda tienen ya lugar offline.

La creciente atomización y narcisificación de la sociedad nos hace sordos a la voz del otro. También conduce a la pérdida de la empatía. Hoy todo el mundo se entrega al culto del yo. Todos los individuos se representan y se producen a sí mismos. No es la personalización algorítmica de la red, sino la desaparición del otro, la incapacidad de escuchar, lo que provoca la crisis de la democracia.

La situación discursiva en la que se busca el entendimiento no está exenta de condiciones y contextos. Es patente que se halla rodeada de un horizonte de presupuestos culturales o prácticas socialmente asimiladas que determinan prerreflexivamente la acción comunicativa. Habermas llama a este horizonte de patrones de interpretación concordantes el «mundo de la vida». Este mundo crea un consenso de fondo que estabiliza la acción comunicativa: «Cuando hablantes y oyentes se comunican entre sí frente a frente sobre algo en un mundo, se mueven dentro del horizonte de su mundo vital común; este permanece entre los participantes como un fondo holístico intuitivamente conocido, aproblemático e integral. La situación del habla es una sección temáticamente delimitada de un mundo de la vida, un mundo que crea un contexto y proporciona recursos para los procesos de comunicación orientada al entendimiento. El mundo de la vida define un horizonte y, al mismo tiempo, ofrece un repertorio de supuestos culturales»

Un mundo de la vida intacto solo es posible en una sociedad relativamente homogénea que comparte los mismos valores y tradiciones culturales. La globalización y la consiguiente hiperculturalización de la sociedad están ya disolviendo los contextos culturales y las tradiciones que nos anclan en un común mundo de la vida. Las ofertas convencionales de identidad con una validez prerreflexiva ya no existen hoy. Ya no somos proyectados a un mundo que encontramos natural y aproblemático. La idea de mundo es ahora una cuestión de proyecto, de diseño. El horizonte holístico percibido como algo imposible de desintegrar está sujeto a un proceso de radical fragmentación. Junto con la globalización, la digitalización y la creación de redes están acelerando la desintegración del mundo de la vida. La creciente desfactificación y descontextualización del mundo de la vida destruye ese «fondo holístico» de la acción comunicativa. La desaparición de la facticidad del mundo de la vida complica enormemente la comunicación orientada al entendimiento.

Ante la desfactificación del mundo de la vida, surgen necesidades y esfuerzos para organizar espacios en la red en los que vuelvan a ser posibles las experiencias de identidad y comunidad, es decir, para establecer un mundo de la vida basado en la red que se perciba como natural y aproblemático. La red queda entonces tribalizada. La tribalización de la red como refactificación del mundo de la vida está especialmente extendida en el campo de la derecha, donde la demanda de identidad del mundo vital es mayor. El campo liberal de los cosmopolitas parece arreglárselas sin la tribalización del mundo de la vida. En el campo de la derecha, incluso las teorías de la conspiración son tomadas como ofertas de identidad. Las tribus digitales hacen posible una fuerte experiencia de identidad y pertenencia. Para ellas, la información no es un recurso para el conocimiento, sino un recurso para la identidad. Las teorías de la conspiración son especialmente apropiadas para la formación de biotopos tribalistas en la red, porque hacen posible las delimitaciones y exclusiones que son constitutivas del tribalismo y su política identitaria.

La delimitación y el cierre tribalista en la red no son el resultado de la personalización algorítmica de la red. No puede atribuirse a los efectos del filtro burbuja. Las tribus digitales se encierran en sí mismas seleccionando la información y utilizándola para su política de identidad. Contrariamente a la tesis del filtro burbuja, ellas se enfrentan en sus infoburbujas a hechos que contradicen sus creencias. Pero simplemente los ignoran porque no encajan en el relato creador de identidad, pues abandonar las convicciones supone la pérdida de la identidad, algo que debe evitarse a toda costa. Así, los colectivos identitarios tribalistas rechazan todo discurso, todo diálogo. El entendimiento ya no es posible. Las opiniones expresadas no son discursivas, sino sagradas, porque coinciden plenamente con su identidad, algo a lo que no pueden renunciar.

En la acción comunicativa, cada participante supone la validez de sus convicciones. Si no es aceptada por otros, se abre un debate discursivo. Este es un acto comunicativo que intenta llegar a un entendimiento entre las diferentes pretensiones de validez. En él se emplean argumentos destinados a justificar o rechazar las pretensiones de validez. La racionalidad inherente al discurso se denomina racionalidad comunicativa.

La pretensión de validez de las tribus digitales como colectivos identitarios no es discursiva, sino absoluta, porque carece de racionalidad comunicativa. En esta se dan ciertas reglas. Respecto a la opinión expresada, presupone tanto la capacidad de criticar como la de justificar: «Una afirmación cumple con el requisito previo de la racionalidad si, y solo si, se funda en un conocimiento falible, si hace, por tanto, referencia al mundo objetivo, es decir, a hechos, y es compatible con un juicio objetivo». En el universo posfactual de las tribus digitales, un enunciado ya no hace referencia alguna a hechos. Prescinde así de toda racionalidad. No es criticable ni está obligado a justificar lo que sostiene. Sin embargo, los que lo respaldan reafirman su sentimiento de pertenencia. El discurso es así sustituido de este modo por la creencia y la adhesión. Fuera del territorio tribal solo hay enemigos, otros a los que combatir. El tribalismo actual, que puede observarse no solo en las políticas identitarias de derechas, sino también en las de izquierdas, divide y polariza a la sociedad. Convierte la identidad en un escudo o fortaleza que rechaza cualquier alteridad. La progresiva tribalización de la sociedad pone en peligro la democracia. Conduce a una dictadura tribalista de opinión e identidad que carece de toda racionalidad comunicativa.

La comunicación actual es cada vez menos discursiva, puesto que pierde cada vez más la dimensión del otro. La sociedad se está desintegrando en irreconciliables identidades sin alteridad. En lugar de discurso, tenemos una guerra de identidades. La sociedad pierde así lo que tiene en común, incluso su sentido comunitario. Ya no nos escuchamos. Escuchar es un acto político en la medida en que integra a las personas en una comunidad y las capacita para el discurso. Crea un «nosotros». La democracia es una comunidad de oyentes. La comunicación digital como comunicación sin comunidad destruye la política basada en escuchar. Entonces solo nos escuchamos a nosotros mismos. Eso sería el fin de la acción comunicativa.

Fuente: www.bloghemia.com

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