A PROPÓSITO DE AQUEL 19 DE JULIO

Por: MIGUEL BLANDINO.

A finales de 1978 estábamos lejos de imaginar que íbamos a poder ver la victoria del pueblo armado contra la feroz tiranía de Somoza.
“¡Galán el hombre!”, decía irónico Ernesto Cardenal en uno de sus poemas en Epigramas, el libro de amor más conocido. Es que era “popular y amado”, pero solo del diente al labio, por miedo o por conveniencia.
Nosotros, los cuatro pelones-según la propaganda-, que andábamos de bus en bus haciendo discursos breves contra la tiranía o tomando las iglesias en plena misa de siete los domingos, no nos imaginábamos qué tan cerca estábamos del 19 de Julio siguiente.
¡Era tan brutal y tan descarnada la represión! ¡Tan cruel la soldadesca! Los cadaveres desollados, sin piel en las caras ni en el pecho, las niñas violadas por las bestias.
El terror paralizaba a las mayorías. Los aplausos para el tirano no tardaban cuando la guardia llegaba a preguntar.
Éramos, como dijo del de Sandino Don Goyo Selser -uno de esos pocos argentinos que he querido y admirado- un “pequeño ejército loco”. Y sí, éramos un pequeño ejército, y estábamos locos de amor por la libertad y la justicia. Éramos los hijos de Sandino, el General de Hombres Libres.
Pero en noviembre de 1978, solo nos animaban el alma la fe y la esperanza.
Nuestras acciones de propaganda relámpago de día y las pintas de noche eran cosquillas en la oreja del tirano. Los volantes sudorosos que escondíamos en la camisa eran recibidos por las manos temblorosas y las miradas ansiosas de gente que pensaba admirada que éramos ángeles y demonios. “Ni parece guerrillero, todo flaco y desarmado”, contaban después entre susurros.
El Frente Amplio Opositor, nuestro aliado, exigía un plebiscito; Somoza proponía una “consulta popular”, nosotros hacíamos la guerra y poníamos los presos y los muertos.
Desde Yaosca, Waslala y Pancasan, desde Rio Frío y Boca de Piedra allá en Zinica -donde Carlos regó su sangre postrera-, hasta aquellas jornadas de propaganda armada en el Barrio San Judas o el asalto a los chupaderos preferidos de los guardias asesinos, eran décadas de lucha sin ver el amanecer. Solo Tomás sabía desde su celda, la chiquita, de las ergástulas de Somoza, que “el amanecer ha dejado de ser una tentación”
Pero Tomás tuvo esa revelación medio vivo medio muerto cuando agonizaba por las torturas.
Cuando Denis nos leyó la “Carta de Tomás a Carlos”, en una reunión de la célula clandestina, yo pensé que Tomás alucinaba en su deseo de alcanzar la victoria y la liberación nacional tan ansiada desde el tiempo del General de Hombres Libres.
Era tan cruenta la guerra, tan desigual, que atreverse a predecir la caída del dictador era demasiado optimismo.
Lo único claro, verdadero, era que había que seguir empujando la piedra, cual Sisifos empedernidos, sin importar cuántas veces tuviéramos que volver a subir la cuesta para levantarla de nuevo. Algún día, alguien, la pondrá en la cima, pensábamos.
Solo la constancia y el tesón permanentes de los pobres horadará la piedra, pensaba, viendo los cadaveres mutilados de los compañeros obreros, estudiantes, pobladores de colonias marginales de las orillas del Lago Xolotlan.
Del mismo modo que aquel alucinado Tomás Borge, hoy, a cuarenta y cinco años de distancia, y ante la vieja realidad de la tiranía, veo también que en mi tierra ya están pintándose las nuevas nubes del amanecer cierto. Pintan rojas, pálidas todavía, pero rojas, en la imprecisa distancia de esta hora, pero segura, roja sangre, roja purpura, el color de la victoria contra la muerte.

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