Imperturbabilidad

La cara es el espejo del alma, dicen, pero la cara impasible de aquel individuo no traducía las consecuencias funestas que su comportamiento producían en su entorno. Era un gesto de frialdad edulcorado con una mueca que pretendía mostrar por momentos cierta amabilidad, ¿dulzura?, o ejercer un tipo de seducción no tan trasnochada como algunos decían.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


S uponía la otra faceta de alguien que había desencadenado el mayor escándalo habido en su comunidad en los últimos tiempos, una imagen que unos decían que traducía el hecho de haberse puesto el mundo por montera y otros señalaban que no era sino la muestra explícita de su haraganería, de su incapacidad para liderar el asunto que tenía entre manos. Pero ¿no sería un dechado de algo tan simple como el puro egotismo?

Estoy confundido. Hay valores que concatenan formas de conducta que resultan contradictorios. Generan desconcierto por cuanto que a fin de cuentas el lenguaje corporal lleva la voz cantante. Una postura hierática refuerza el gesto impávido que agrava el cariz de la noticia. Las sonrisas camuflan siempre la tragedia aunque esta se descubra al poco tiempo.

El gesto bondadoso ayuda a entender el desastre o al menos a hacerse cargo de las consecuencias. Todo requiere de un proceso interpretativo al que nos hemos ido acostumbrando en nuestro proceso formativo.

Por eso hoy hay cierta congoja porque las actuales formas de comunicación se mueven de acuerdo con otros parámetros. Los emoticones han sustituido a las viejas fórmulas de expresividad. El lenguaje breve no permite el matiz. Las imágenes se construyen falsariamente por expertos al uso.

Cuando el comunicador oficial expresa su perorata el público fielmente congregado y medianamente atento asiente siempre y más todavía cuando aquel transmite un sentimiento de desvalorización ahora tan en boga. Si encima endosa una severa desconfianza hacia el resto logra entonces producir una sensación de inseguridad que agudiza la curiosidad morbosa del auditorio.

El resultado de todo ello es que al final surge una exigencia de control autoritario. La voz mandona acompañada del gesto adusto logra su objetivo. Mostrarse imperturbable es un activo. En el ámbito coloquial las cosas no son menos diferentes a pesar de que pudiera pensarse que los lazos de proximidad tuvieran efectos edulcorantes.

En la tertulia, cuya reunión todavía se celebra al caer la tarde de los martes en el café de la Gran Vía, los asistentes confrontan sus posiciones en torno al último suceso político nacional que ha despertado la atención en todos los mentideros. No importa el asunto. Lo relevante es la forma en que se teatralizan las distintas posturas en un contexto en el que a fin de cuentas a nadie le importa nada.

La solemnidad rivaliza con la parodia, el supuesto rigor con la trivialidad. Quizá el personaje más destacado sea un viejo profesor de modales arcaicos que pontifica con animación severa y que termina siempre sus intervenciones con la muletilla ¡sea! En frente, un joven discípulo guarda siempre silencio, pero cuando el maestro toma la palabra sus cabezadas de asentimiento valen más que mil razones.

Un escenario con cierta similitud lo encuentro en una pareja longeva a la que conozco desde hace más de diez años. Entiendo que su comportamiento cuando están conmigo o incluso con otra gente debe ser muy diferente al que reserven en la intimidad. Ambos rivalizan en cuanto al mantenimiento del semblante adusto.

Sus palabras emanan entre rictus de una rara mezcla de búsqueda de la ecuanimidad y de displicencia. Sus risitas forzadas son una antesala de un juicio reprobatorio incruento, mientras que sus inesperados silencios pueden significar la absolución de la contraparte o la aquiescencia de los que dan la callada por respuesta.

Solo en una ocasión contemplé una disonancia en su comportamiento que me llamó la atención. En una reunión social una antigua pareja de él le dijo en un determinado momento: “tú, mejor deja de mirar así que sé lo que estás pensando”, a lo que siguieron dos lágrimas deslizándose por la mejilla de su mujer en las que nadie pareció reparar.

M me dice que de todas estas cosas no entiendo nada, que hoy la filosofía de moda es el estoicismo que conlleva cuatro ejes de comportamiento: virtud, resistencia, autocontrol y ataraxia. Los tres primeros conceptos los controlo, pero para no mostrar mi ignorancia a M debo recurrir a una ayuda externa para recordar que la ataraxia hace alusión a la imperturbabilidad que abarca a un abanico de estados con leves matices que van desde la calma a la insensibilidad.

En efecto, parece que Séneca vuelve a estar de moda. ¿Afortunadamente? Si, como señaló memorablemente Marc Bloch, la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado, echar mano del estoicismo puede servir de ayuda.

Pero no dejo de seguir preguntándome si toda esta fantochería de la que soy testigo, y mucha más gente de la que M me pone al día, milita en el estoicismo. ¿No será su imperturbabilidad una mera pose vacía?, ¿una alharaca de ademanes que esconden ignorancia detrás de la altanería, incluso maldad en pos de la aparente ingenuidad?

Recuerda un día de verano de aquel tiempo al que suelen denominar la época del hambre cuando el abuelo miraba a las nubes. Como panza de burro se desplazaban lentamente cambiando de lugar para configurar unos algodones suspendidos en el azul tan particular del cielo madrileño.

El día no era especialmente caluroso y en el Alto soplaba una ligera brisa. El abuelo y el nieto acababan de dar un paseo por la Casa de Campo. La expresión del anciano no fue altisonante ni las seis palabras que pronunció fueron grandilocuentes, pero su gesto imperturbable, como casi siempre, acompañó su voz serena a la vez que firme para decir: “mira mocito, la belleza en movimiento”. El mocito no lo olvidó nunca y desde entonces supo que el cambio permanente, aunque a primera vista fuera imperceptible, y la belleza estaban unidos por la imperturbabilidad de la expresión del abuelo que así era intérprete del fluir de la vida.

*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca.

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