El negocio de la deuda

Para cualquiera que no esté adormecido por los vapores de la banalidad resulta claro que tener deudas que no se adquieren para invertir es, por decir lo menos, un mal negocio.


Por: Miguel Blandino


E xisten países, como los Estados Unidos, con un altísimo nivel de deuda, adquirida para financiar guerras, pero que no tienen crisis económica. Cualquiera puede pensar y decir que eso contradice al primer párrafo, pero no es así porque no existe negocio más rentable que una guerra.

Y no solo en términos contables, sino, sobre todo, en materia de dominación territorial y control político.

O sea, lo que para un país sin industria militar -como El Salvador- es un gasto, para los Estados Unidos el gasto militar es una inversión altamente rentable, y un negocio verdadero.
Entonces, la deuda tiene un sentido que es diametralmente opuesto para los dos países mencionados hasta esta parte.

Si vemos la deuda como negocio, el mejor ejemplo son los bancos. Los bancos toman préstamos para prestar: todo el dinero de los ahorrantes lo toman prestado a una tasa de interés menor y lo prestan a esos mismos ahorrantes por medio de tarjetas de crédito, por ejemplo, a una tasa de interés muy superior. La diferencia entre ambas tasas es una ganancia para el banco, y todo gracias a que se endeuda con sus clientes. Y, por supuesto, la deuda del cliente es un yugo que, valga la redundancia, lo subyuga, lo somete y lo mantiene en una opresión que le quita la vida.

El mismo concepto “deuda” es ganancia para uno y pérdida para el otro.

Al finalizar la segunda gran guerra, con todos sus rivales importantes destruidos (Europa y Japón), los Estados Unidos crearon la Organización de las Naciones Unidas para ejercer el dominio político sobre el resto del mundo, pensando en convertirla en un gobierno mundial, pero también crearon el arma para asegurar la dominación: impusieron una sola moneda para todos los intercambios y un conjunto de instituciones financieras para prestar esos dólares y sacar la ganancia. Crearon así el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial (dentro del BM hay cinco bancos, entre ellos está el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, el BIRF, que sirve para reconstruir países que destruyen los negociantes de la guerra) y, para el hemisferio occidental, el Banco Interamericano de Desarrollo, y dentro del istmo centroamericano el Banco Centroamericano de Integración Económica.

Todas esas instituciones están prestas para “ayudar” con sus préstamos a los países y, sobre todo, a los gobiernos que en el mejor de los casos utilizan el dinero para la creación de las infraestructuras que necesitan las oligarquías para potenciar sus negocios: carreteras, puertos, aeropuertos, centrales eléctricas, explotación y redes de distribución de agua y electricidad, por ejemplo.

Todas esas inversiones, al igual que la red de servicios médicos del seguro social, construidos con préstamos, tienen como objetivo asegurar el negocio privado y cuidar la mano de obra que va a servir para el negocio privado.

Pero, aunque la ganancia es privada, la deuda es pública. Y el país que adquiere la deuda queda atado hasta la eternidad a la fuente de financiamiento. Esa atadura le sirve a los Estados Unidos para “convencer” a los gobiernos para que tomen determinadas decisiones.

El caso más elocuente fue el de México. A finales de la década de los años setenta no solo mantuvo su política exterior respecto de Cuba y del bloqueo criminal, sino que brindó su ayuda a la revolución sandinista. Y en 1981, bajo el gobierno de José López Portillo, tomó una posición en favor del reconocimiento de las fuerzas guerrilleras del FMLN, al emitir la Declaración conjunta en la que con el gobierno socialista francés de Francois Mitterrand, reconocieron el carácter beligerante de los insurgentes y con ello el derecho a ser escuchados por la comunidad internacional.
La guerra fría estaba en su etapa final y los Estados Unidos usaron su principal arma para doblegar a México: le cobró la deuda y lo puso de rodillas.

En 1982 llegó el giro de 180 grados hacia la sumisión: el nuevo gobierno con Miguel de la Madrid Hurtado, un neoliberal que tenía como secretario de Programación y Presupuesto al economista de Harvard, Carlos Salinas de Gortari, el saqueador más grande que ha sufrido el país. México se humilló frente a los mandatos imperiales.

Pero la deuda es además un negocio para los operadores: ganan comisiones los que colocan los préstamos y los gobernantes cobran por debajo de la mesa un porcentaje del monto comprometido.
Los comisionistas son vendedores como cualquier otro. Ganan su sueldo y comisiones. Trabajan en el departamento de crédito del banco vendiendo préstamos a los gobiernos y le dan regalías a los empleados de los gobiernos que les compran esos préstamos.

En El Salvador le decimos “pat’e cheje” a esa ganancia perversa de los funcionarios. La insistencia bukelista en pedir dinero prestado tiene esa orientación: agarrar su pat’e cheje con toda la mayor frecuencia que sea posible.

El endeudamiento es para puro gasto corriente: pago de sueldos, proveedores de bienes y de servicios. Gasto para mantener vivo al aparato gubernamental, nada más.

Lo que llaman el pago del servicio de la deuda, ese lo hacen con una tercera parte del Presupuesto General de la Nación que se financia principalmente con los impuestos que pagan los pobres (porque los ricos evaden o el gobierno los exime de pagar)

O sea, para El Salvador la deuda no es inversión sino gasto. No hay ventaja en ella sino pérdida neta en términos económicos. Pero hay una pérdida mucho más trascendente: la pérdida de oportunidad. La pérdida de tiempo que pudo haberse aprovechado para avanzar y que, por el contrario, es retroceso. Como decían mis profesores de primaria “el tiempo perdido los santos lo lloran”

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