Irrelevancia

El maestro frunció el ceño, apretó el puño izquierdo mientras entre el dedo índice y el pulgar de la mano derecha movía enérgicamente la tiza y dijo con una voz que estuvo a punto de quebrársele: “¡piensen en lo que es verdaderamente relevante, déjense de tonterías!”


Por: Manuel Alcántara Sáez*


A quel instante sigue estando presente en su memoria a pesar de los muchos años transcurridos o quizá por ello. En su casa, la relevancia de las cosas no estaba al orden del día, bastante tenían con llegar a fin de mes; la excelencia tampoco fue nunca una meta, quizá un pasaje florido en el quehacer rutinario. Del mismo modo, los inicios de su vida independiente apenas si estuvieron marcados por la preeminencia de las formas o de los objetivos. De lo que se trataba era de ir tirando, siguiendo la senda marcada por el resto de la gente en aquellos tiempos de penuria y acomodo existencial.

Sin embargo, poco a poco en su devenir profesional todo empezó a tomar un derrotero distinto o al menos eso creyó durante mucho tiempo. Desde el inicio las pautas estuvieron claramente marcadas, la escalera enunciaba los peldaños, el grado de dificultad de los tramos estaba determinado y el tiempo para hacer el recorrido se hallaba tasado. Configuraba una vía inequívoca hacia la importancia. O, como luego leyó en aquel famoso sociólogo francés, una senda hacia la distinción. El mérito era uno de los instrumentos para avanzar en el proceloso camino en el que creía percibir que todo el mundo estaba involucrado en un contexto donde, por otra parte, los demás habían ido acordando poco a poco las reglas del reconocimiento. Así, supo que había una carrera con metas que cumplir con los consiguientes incentivos en virtud de su grado de desempeño. Conjeturó entender dónde estaba en cada instante y evaluó las fuerzas necesarias para acometer los pasos siguientes.

El sentido de relevancia le dotó de dosis extra de fortaleza fungiendo como un combustible aparentemente inagotable para enfrentar nuevos desafíos, penetrar por vericuetos que nunca había sabido de su existencia y satisfacer pequeñas miserias que siempre reclamaron atención. Además, sin apenas darse cuenta del proceso pergeñado, un día entendió que el viejo amor propio del que tanto le habían hablado ahora encendía la llama de un dulce narcisismo que casaba a las mil maravillas con el sentido que había asumido en el mundo. Hacerse a sí mismo era una tarea que suponía un esfuerzo individual ímprobo y en esas estuvo mucho tiempo. El premio coqueteaba con la ansiada preeminencia. La vanidad se autoimponía. Gustarse.

La búsqueda de lo relevante condicionó viejas prácticas que fueron relegadas hasta que llegaran tiempos más idóneos. La amistad, por ejemplo, fue sometida a una cuarentena que abrasó recuerdos felices y sepultó en el olvido años de prodigalidad inmarcesible. El goce del tiempo banal se arrinconó hasta límites insospechados para obviar que el dispendio de los minutos se entendiera como la pérdida absoluta del supuesto activo más precioso que tenía la vida. El amor se instrumentalizó de tal manera que su finalidad fue la de constituir el modelo ejemplar de convivencia para el deleite y aprobación de la mirada del resto del mundo. Con todo ello las pautas de la relevancia se consolidaban.

Pero ha pasado el tiempo, mucho. Las imágenes de lo pretérito se superponen. Algunas frases entrecortadas dan pistas de lo que fue. Se mezclan historias de vidas con trayectorias equívocas que generan interpretaciones difíciles de casar para construir un relato coherente. Uno mismo desconoce donde se encuentra, el propio afán queda en entredicho. El éxito apenas tiene sentido, de modo que difumina el presente en un galimatías de sucesos que intentan tapar sinsabores, claudicaciones, fracasos. El árbitro que dictaminó el nivel de relevancia alcanzado está fuera de juego. Borracho de empatía ha determinado que todos fueron ganadores y que el partido ha concluido.

La imagen del maestro vuelve a ocupar su memoria. La voz, el rictus, la mirada están ahí mismo. Como lo está la clase que, callada, es sujeto pasivo del momento. La pregunta ha sido formulada y el silencio se ha adueñado del aula. Apenas algunos escuchan el leve roce de la tiza en los dedos del profesor. Más tarde se dirá que la cuestión era demasiado etérea, otros contarán que se trataba de una provocación, los menos señalarán que sintieron miedo cuando la escucharon. Ha pasado más de medio siglo y el recuerdo de aquel instante cada vez es más intenso. No solo se trata de que aparezca con más frecuencia también en cada nueva ocasión en que resurge descubre matices que complementan la escena. La tarde lluviosa, las palabras escritas en la pizarra que aludían a los verbos que expresan los sonidos de distintos grupos de animales, la corbata oscura con rayas del maestro, el compañero sentado a su vera con el brazo enyesado, la ausencia del abuelo recientemente fallecido.

La sesión había transcurrido dentro de la monotonía habitual, pero una pregunta acerca de la finalidad de un determinado ejercicio llevó a otra sobre el propósito último de estudiar y de ahí se llegó al cuestionamiento de lo que era un buen empleo y de la importancia de que estuviera bien pagado, de hecho alguien añadió: “y si se gana bien sin trabajar, mejor”. Fue entonces cuando el maestro dijo ante la mirada atónita de la clase que se sentía frustrado con el grupo porque aquellas eran cuestiones irrelevantes conminándoles a renglón seguido a pensar en lo realmente relevante. Nadie entendía nada, pero quienes estaban cerca de él pudieron escuchar entre dientes tres palabras -generosidad, solidaridad, responsabilidad-, mientras dándose la vuelta recogía su cartera que estaba sobre la mesa para dejar el aula y no volver jamás.

*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca.

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