La puerta de al lado

Durante años no supieron quién vivía en la puerta de al lado. Ni siquiera tuvieron interés en imaginar el escenario que podría guardar detrás de su umbral. No se trataba de un espacio vacío ajeno a toda vida humana.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


S in estar pendientes a veces escuchaban el cierre urgente que denunciaba un leve portazo, en ocasiones percibían algo que podría ser el movimiento de una silla, quizá de una mesa; solo un par de días distinguieron el sonido de palabras entrecruzadas, pero no llegaron a saber si era una conversación, un soliloquio o apenas el diálogo de una serie televisiva. Nada más. No era un asunto que les inquietase particularmente en su vorágine cotidiana porque quien pudiera vivir al lado podría decir lo mismo de su caso habida cuenta de su solitaria vida y de su escasa habilidad social, por no decir de su tendencia a huir de todo contacto que consideraran impostado.

Referirse a la puerta de al lado, sin embargo, requiere siempre de una matización, puesto que la proximidad a la que hace alusión la expresión admite grados diferenciados. Es muy diferente aplicada a un edificio de pisos de la referida a dos casas individuales en las que media algún tipo de separación. Mientras que el espacio en la primera está muy limitado e impera el carácter contiguo en la segunda puede llegar a imponerse una superficie que distancie a los portones ¿Puede estimarse como puerta de al lado la que se sitúa en el piso de encima o en el de debajo? ¿Qué decir si la separación es en el mundo rural y la puerta de al lado está a varios kilómetros de distancia?

El feroz proceso de urbanización, que en algunos países se intensificó y en otros se inició en la segunda mitad del siglo pasado, configuró una nueva forma de vida masiva de viviendas en bloques, algunos con varias escaleras que en cada piso podían tener media docena de puertas que abrían el paso a otros tantos apartamentos. La puerta de al lado adquirió así un significado preciso para el nuevo imaginario y, a la vez, supuso el límite de un territorio en el que la intimidad también empezaba a cobrar un nuevo sentido. Pasados los primeros momentos de socialización de lo que se trataba era de levantar un muro para que el aislamiento preservara la singularidad de cada hogar. De pedir cotidianamente un poco de sal o un destornillador para reparar un desperfecto casero se pasó a la completa ignorancia acerca de quién pudiera ser quien viviera pared con pared y, más aún, a la total incomunicación.

La industria del entretenimiento supo captar el nuevo escenario y así Billy Wilder deslumbró en 1955 con La tentación vive arriba donde Marilyn Monroe llegó al paroxismo con la inolvidable escena de la falda del vestido blanco mecida por la brisa surgida por el paso del metro. En aquella deliciosa comedia la vecina sexy e ingenua se introducía en la vida del “rodríguez” solitario durante la canícula veraniega . Justo 50 años más tarde Next door constituyó una rara película dirigida por el noruego Pal Sietaune cargada de enigmas que combinando terror y suspense ponía en un brete las relaciones de vecindad entre un hombre que acaba de ser abandonado por su pareja y dos hermosas vecinas. Los ejemplos son numerosos y evidencian que la ficción cinematográfica ha estado siempre atenta a lo que sucede en la puerta de al lado como lo hace la literatura.

J ha cambiado de pareja con frecuencia desde que se divorció hace quince años. Paulatinamente ha ido modificando sus gustos y ha moldeado sus preferencias con relación a lo que espera de su contraparte. Generosidad, fuerza, inteligencia, belleza, empatía, sentido del humor, atracción alternan el listado de atributos que configuran el modelo deseado. A veces ha logrado que la relación conllevara una convivencia continuada compartiendo el mismo espacio en el que lleva viviendo mucho tiempo, otras veces ha administrado formas de vida errática en las que terminaba no sabiendo dónde habitaba. Fiel a la época en que vive no le interesa interactuar con nadie del vecindario y nunca participa en las reuniones anuales de la comunidad. No conoce a nadie del inmueble. Ahora pasa una mala racha con su última pareja, un arquitecto que le resulta desabrido y un punto egoísta, o quizá sea porque las cosas en su trabajo, una empresa multinacional en el ámbito de la informática, no marchan como desearía. Ha decidido, como lo hizo en la mayoría de las ocasiones anteriores, poner fin a la relación y solo duda de cuál será el momento más apropiado y el medio más idóneo.

P es agente de seguros y lleva una vida circunspecta con una relación de pareja mantenida desde hace años cuyo devenir hace tiempo que está agostado. Acorde con los tiempos cada uno vive en su casa y mantienen un acuerdo por el que normalmente pasan juntos todos los fines de semana. Durante tres días alternan sus espacios, que son nichos de reclusión severa nada dada al bullicio ni a la convivencia vecinal, con raras salidas a casas de amigos comunes y más frecuentes escarceos turísticos, visitas a exposiciones de arte o asistencias a conciertos pues comparten gustos similares. Ella, una trabajadora social altamente comprometida, es la que siempre conduce hasta lugares no muy alejados y P se ocupa de reservar el alojamiento en parajes que la publicidad define como de ensueño. Aparentemente su acoplamiento es el adecuado, pero desde hace tiempo P está harto, solo la rutina mantiene una situación cuarteada sobre la que nunca hablan. La sorpresa es que ella acaba de mandarle un mensaje diciéndole que su historia ha terminado y que no quiere verle más.

J y P ocupan la puerta de al lado, pero no lo saben. Todavía.

 *Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)

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