Retirar el saludo

La convivencia posee claves que han costado mucho tiempo arraigar y cuya clausura no puede ser sino un desatino. El saludo o la despedida es una de ellas. Se enseña en la familia y en la escuela, se refuerza con el uso social. Supone un atajo a la hora de eliminar prejuicios, de superar tensiones, de generar empatía.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


A unque en mi opinión sea lo más importante no solo se da entre las personas, también hay saludos a instancias que tienen un fuerte valor simbólico como la bandera, un icono religioso o cierto suceso meteorológico. El saludo se articula mediante señas y/o palabras.

En su actuación puede ser marcial, imbuido de una lógica jerárquica y meticulosamente orquestado; puede llevarse a cabo asimismo de manera formal mediante un apretón de manos, un beso en la mejilla o una leve inclinación de la cabeza; y puede ser informal de acuerdo con un sinnúmero de fórmulas y expresiones. Los sentimientos que están detrás del gesto a veces deben canalizarse según el protocolo mientras que en otras ocasiones son quienes dominan el acto.

El saludo conlleva reciprocidad, aunque haya situaciones excepcionales como recoge nuestra lengua en que eso no sea así de manera que es frecuente escuchar la expresión “un brindis al sol” o la propia del “saludo a la bandera” con su deje de ironía de la banalidad. En tanto que fórmula social no hay saludo sin correspondencia.

Tal es así que en una situación en que dos personas desconocidas que se encuentran en una calle solitaria a primera hora de la mañana dudan en saludarse y en la mayoría de las situaciones optan por el silencio. Sin embargo, si una pronunciara las palabras habituales con plena seguridad la segunda contestaría aunque fuera entre dientes. Por todo ello, la ausencia de respuesta a un saludo o si se prefiere la negación del saludo puede situarse entre las patologías del (mal) comportamiento social y avizoran el conflicto.

Quitar el saludo puede ser una fórmula de respuesta lícita ante un agravio, pero requiere de una aclaración explícita y pública del motivo. El orden de la convivencia social necesita de mecanismos de actuación nítidos pues de lo contrario se quiebran parámetros mínimos de confianza.

Dar la callada por respuesta, mirar para otro lado, cruzarse de acera ante la llegada de quien se desea ignorar, responder con una mirada inyectada en odio son formas de comportamiento relativamente frecuentes de corresponder a un saludo que, sin embargo, socavan la armonía que todo grupo requiere para su funcionamiento e incluso para su supervivencia. Todo ello tiene su equivalencia en el nivel más micro de las relaciones humanas cuando apenas son un puñado las personas involucradas. Entonces el impacto puede llegar a centrarse en el espacio íntimo de las emociones con consecuencias desequilibrantes muy dispares.

La autoridad municipal del pequeño pueblo ignoró el saludo de cortesía brindado por quien había perdido frente a ella las últimas elecciones. Supuestamente la razón debería ser el propio acto de presentar su candidatura que había supuesto un inadmisible y osado reto a muchos años de lo que para unos era gobierno caprichoso, falto de rendición de cuentas y ajeno al bienestar de la población y para otros un ejemplo de eficacia en la gestión, de entrega y de servicio al grupo mayoritario de la localidad.

Para un observador ajeno se trataba de un acto arrogante que al ningunear al oponente le ocasionaba una doble derrota: a la de las urnas se añadía la de su cancelación como persona. No existía posibilidad de reclamar ofensa alguna, la reserva de lo acontecido eliminaba toda proyección pública y el asunto quedaba en un anecdotario yermo. Sin embargo, el oprobio estaba consumado, la sonrisa triunfante en la cara pizpireta de la autoridad urdidora de un trance innecesario ocultaba, sin quizás saberlo, la miseria de su existencia.

Al llegar a la oficina gritó con aquella extraña energía que le invadía a una hora tan temprana de la jornada y más tratándose de un lunes: “¡Buenos días a todos, menos a uno!” La gracia estaba servida y el exabrupto quedó flotando en el ambiente hasta la hora del almuerzo en el que el colectivo participaba.

Todo el mundo calló al respecto salvo el novato que no estaba muy convencido de si se trataba de una broma más o menos habitual o la cosa iba en serio. Era un grupo que apenas llegaba a la decena y el novato, en un guiño para facilitar su rápida integración, después de tomar el primer plato, dijo a media voz pero de manera nítida y sin dirigirse a nadie, “supongo que era yo el (no) aludido en el saludo de esta mañana”. El silencio se apoderó de una mesa que hasta aquel momento había sido bulliciosa, no se intercambiaron miradas y nadie replicó al novato.

Sabía que antes de irse a la cama debía dar las buenas noches. Lo había aprendido desde que su abuela de modo muy cariñoso se lo había enseñado. Recordaba también que fueron las últimas palabras que oyó de sus labios pues al día siguiente amaneció sin vida. Sin embargo, hoy se siente incapaz de decir esa fórmula de cortesía tan breve, tan anodina de pura repetición, tan habitualmente neutra.

Después de una larga conversación con su pareja, continuidad de algo sobre lo que vienen charlando las últimas semanas, han decidido dormir en habitaciones separadas y no ha tenido coraje para pronunciar la frasecita de rigor. Su incomodidad impidió que la cortesía o, si se quiere, el hábito de la buena urbanidad se impusiera.

Tampoco su pareja dijo nada. En la habitación no logró conciliar el sueño aunque fuera más tarde de lo habitual. Cuando dormía con él siempre desconectaba el teléfono y ahora no lo hizo. Como una premonición, el aviso de la entrada de un mensaje en el que la deseaban buenos sueños hizo que supiera que su futuro era promisorio.

*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)

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