Le costaba entender la diferencia existente entre los hechos y el juicio que hacía sobre ellos. Era una situación muy extendida en el medio en que vivía. Sin embargo, alguien le había dicho que este era un escenario que según los estoicos era casi siempre la verdadera causa del malestar generalizado que les invadía.
Por: Manuel Alcántara Sáez*
Por eso no era de extrañar que ella más de una vez le reprochara que él no respetaba sus tiempos, que no asumía la pausada sucesión de secuencias que no se daban al ritmo que él esperaba que se sucedieran en función de las expectativas que generaban sus cálculos. Sí, sus deseos corrían más deprisa, además era incapaz de desarrollar una visualización negativa de lo que acontecía. Es decir, nunca se ponía en lo peor de modo que tirara de razón, humildad y perspectiva para ahuyentar al catastrofismo que suponía perderla. ¿Tenía miedo?
Faltar al respeto suponía un quebrantamiento de algo en lo que había sido firmemente educado. Constituía desde que tenía uso de razón una de las columnas vertebrales sobre las que había construido su existencia. Pero sentía que era víctima de una profunda disonancia entre los datos duros que pensaba que definían la realidad y sus valoraciones a la hora de entender tanto el significado de aquellos como su subsecuente proceder.
Por otra parte, como buen estoico, según él se proclamaba, -que en el límite incluía la conciencia del memento mori, la asunción de que todos moriremos algún día- no estaba dispuesto a perderla. Por ello no tuvo más remedio que excusarse por su supuesta falta de respeto. No lo hizo como gesto de buena educación. Fue el resultado de la amarga decepción en que se vio envuelto cuando su pasión obnubiló una realidad más compleja. No se percató que requería entender matices y proveer un sinfín de explicaciones de algo que no entendía y ante lo que ella le pedía tener paciencia.
En otra ocasión, en un tiempo que había olvidado, un amigo le señaló que tenía un serio problema con el hecho de que buscaba ser querido a toda costa por quienes le rodeaban. Demandaba de su entorno una relación de afecto que no era sencillo de conseguir. En parte porque el respeto que suscitaba enterraba las emociones tras la cortina de lo correcto y de la gravedad que emanaba. Entonces las vicisitudes sí que ocultaban los razonamientos haciéndolos obsoletos.
Todo era corazón, un ansia en pro de que el derrotero sancionara las decisiones tomadas. Se culminaba así un proceso en el que cobraba sentido cualquier iniciativa y, por lo tanto, la satisfacción se adueñaba del devenir cotidiano. No había que expresar respeto por nada ni por nadie pues todo transcurría de manera suave, sin sobresaltos. La gente entendía que no había nada que perdonar, pero sí que las cosas sucedían porque había un designio que satisfacía las más mínimas exigencias.
Más tarde gozó de un respeto excesivo, aquel dado a los santones inexorables. No entendió ni las formas ni las razones ocultas. Ella, sin embargo, lo mortificó hasta un punto en que el sufrimiento se alzó como una justificación de sus temores. Entonces no percibió aquel aviso acerca de que sus cuentas estaban a punto de saldarse y procrastinó hasta que la soledad fue su única compañera. No hubo más avisos, tampoco se encendió luz alguna que avisara a los demás de sus desvelos. El respeto se volatilizó o quizá simplemente fue una añagaza más en su vida, algo que le cubrió como un manto en una época de penuria en la que ella no estuvo a su lado porque no advirtió reclamo alguno. La risa se alejó de su rostro y el rictus del enfado se apoderó de su semblante durante meses sin entender las razones del cambio.
Ella encendió la lámpara del deseo que se encontraba adormecido cuando él pensaba en su clausura. Por eso no hubo pérdida de respeto alguno sino una confusión en la que resultó banal pensar en una alternativa. Las sombras se adueñaron del lugar haciendo todo más confuso. No tuvo incidencia alguna la profusa meditación en que se sumió, ni los ejercicios respiratorios que inició en búsqueda de un nuevo patrón de vida ajeno a las prácticas del pasado. Calló.
En su mudez interpretó una vez más hechos que se alejaban de razones. Lloró. Se trataba de una reacción telúrica que no supo desentrañar. Posiblemente era lo más sencillo pues las lágrimas purificaban el rostro y suponían un reclamo en búsqueda de consuelo. Otra añagaza más que necesitaba para que ella volviera con él aunque nunca lo había abandonado completamente a su suerte. Las cosas estaban claras.
El respeto fue la excusa para mantener el silencio. Entonces no sabía que años más tarde seguiría sin comprender la fuerza que tuvo la sumisión a un modo de vivir en la continuidad de su relación. Pero el caso es que funcionó. Nadie explicó las razones ni menos aun describió los hechos. No se trataba de superponer nada, tampoco de minusvalorar el sentido que dio a las palabras que aquel día ella pronunció. A fin de cuentas un manto de silencio cubrió sus desvelos enterrando malentendidos y circunstancias caprichosas.
Nunca supo de las consecuencias ni de las oportunidades que se desperdiciaron. Sentado en el quicio de la puerta del balcón contempló muchas tardes el atardecer. La fina línea del horizonte marino que se confunde con la de la orilla de enfrente del río y a ellas se superpone el cuadro de los rascacielos que contrapuntean el perfil de la ciudad. Son imágenes consecutivas, superpuestas, que paralizan su visión y que ahogan su respiración. Sabe que necesita trascenderlas para encontrar una salida por respeto a sí mismo.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)