Una tarde de domingo

En una ocasión leyó en algún sitio que nunca debería entrar en pánico cuando se perdiera, algo que no le ocurría habitualmente, pero que si así sucediera lo que debería hacer era cambiar simplemente del lugar al que quería ir.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


R ecordó el aforismo una tarde de domingo que salió a caminar sin rumbo y a renglón seguido caviló que lo mejor para no perderse no era seguir esa recomendación. Lo más aconsejable para no extraviarse era no saber a dónde se iba. Eso le ocurría en aquel concreto instante. Ignorar el destino, vagar siguiendo intuiciones que le hicieran tomar calles de perfiles curiosos, cruzar plazas irregulares para evitar seguir la senda recta por la que llegó, huir de los grandes bulevares, entrar en mercados agobiantes, tomar caprichosamente autobuses destartalados dirigidos a barrios de denominación sonora.

Sin embargo, fue el aguacero el que le hizo introducir planes en su deambular de aquel domingo que condicionaron su errático recorrido. Había dejado de llover y el agua bajaba a raudales por las calles buscando el lecho del río que dominaba el ancho valle por lo que pensó que lo mejor sería tomar la dirección de las colinas. No había nadie en la calle, algo que era habitual pues la gente entonces se arremolinaba en los centros comerciales y más aún en aquel día lluvioso. Al final, las casas, los comercios, el denso tráfico configuraban un decorado idóneo para construir relatos mentales en los que sus obsesiones cobraban cuerpo. Además, el desierto callejero le sumía en una melancolía extrema. Apenas el mal estado de las aceras sembradas de huecos distraía sus soliloquios. Sorteaba unos cables rotos que colgaban del tendido y solo al cruzar las calles detenía su ensimismamiento para prestar atención frente al desquicio de los vehículos.

Llegó hasta una balconada en la que se divisaba buena parte de la ciudad. No había sido consciente de su tamaño que se extendía a izquierda y derecha sin divisar su final. Enfrente los edificios trepaban por la ladera del valle hasta una altitud semejante a la que se encontraba. Las nubes dejaron intervalos suficientes para que la luminosidad del sol empezara a provocar unos tonos que le generaron la impresión de estar en otro sitio muy diferente. Pensó en el mar. En un océano verde esmeralda como el que había contemplado la última vez que estuvo en la costa. Allí la caminata había sido hasta el viejo castillo donde se encontraba el faro. Recordó las calles empinadas, la blancura de las casas, las tejas color canela, el aislamiento del entorno. La ambigua finalidad perseguida entonces se había visto satisfecha. Pero aquel domingo sintió que le faltaba algo.

Descendió por un lugar diferente al que había tomado para llegar a la imprevista atalaya. No contaba con referencias claras. Ahora los edificios eran de más altura y pequeñas plazas vacías con juegos infantiles salpicaban la andadura. Un hombre empujaba un carro que portaba cosas imprecisas. No supo cómo pero llegó a una avenida principal que reconoció por haber entrado el día anterior en una librería. El descubrimiento le decepcionó aunque no frunció el ceño sino que en su cara brotó una efímera sonrisa. Pensó en el aforismo y en el hecho de que entonces debería asumir que su intención fue siempre la de volver a la librería donde había hojeado un par de textos que le produjeron curiosidad, pero que al final desdeñó. Se preguntó si fue el título, el resumen que leyó en la solapa o la portada lo que llamaron su atención y si debería sortear la tentación de volver a entrar aunque no había razón para ello porque estaba cerrada. Cruzó la avenida atestada de coches y zigzagueó hasta volver a ignorar dónde se encontraba.

En la placita estaba un hombre con el dorso desnudo tendido en un banco, su camisa colgaba del respaldo. Una mujer quitaba el barro de la acera frente a la casa con una especie de rastrillo. Más adelante dos hombres fregoteaban el coche en la puerta de un garaje. En una esquina una niña adolescente sentada en el suelo con un mocoso juguetón a su vera tendía la mano en demanda de unas monedas. Miró para otro lado. El agua de la tormenta había anegado un paso subterráneo por el que debería cruzar una nueva avenida algo que hizo sorteando el tráfico donde las motos inquietas competían con los autos. Divisó un mercado callejero en el que empezaban a recoger las tiendas. Había muy poca gente y la basura estaba esparcida por doquier. Cayó en que la escena era triste, pero no estuvo seguro de si era él el que acumulaba la tristeza en sus ojos o si lo que producía desolación era el vacío que emanaba del panorama que confrontaba.

Apenas habían pasado dos horas desde que saliera de la casa. No sentía fatiga ni le invadía el tedio que en otras ocasiones lo asediaba al sentir que veía siempre lo mismo. Tuvo conciencia de que debería continuar su andadura, dejar fluir toda aquella ristra de pensamientos. Todavía quedaba tiempo hasta que llegara la noche. Determinar las razones del marasmo que entendía una y otra vez sombreaba su vida y que lo proyectaban en una situación de orfandad desquiciante. Por ello sabía que la ciudad con todas sus contradicciones y entresijos era una esponja perfecta que recogía su transpiración permanente y que ello le producía alivio. No era en absoluto el olvido lo que buscaba. Se trataba de procesar las quimeras, los razonamientos enrevesados, los efectos de los sentimientos frustrados, las emociones baldías. Pero la ciudad lo atrapaba, no había un resquicio para una salida que liberara los embrujos acentuados en aquella tarde de domingo. Si al menos estuviera el mar, pensó, todo se disiparía en el horizonte y la desazón se diluiría en la bruma del atardecer.

*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)

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