¿Hay alguna palabra con igual número de letras que pueda esconder detrás sentimientos, significados, sentidos tan radicalmente diversos y a la vez tan trascendentes? Una palabra que puede explicar la vida o la muerte, sus razones y sus misterios, que alienta la pasividad o la acción, la pasión hasta el fanatismo o la desidia más fría, que une o que divide, que asienta el amor o el odio, que genera identidad o diferencia, que es objeto de estudio desde distintas disciplinas incapaces a veces de ponerse de acuerdo. Por ello sigo confuso después de haber asistido a un seminario de investigación en el que se ha abordado una propuesta de definición de los términos de credibilidad y de confianza.
La fe está entremedias de ambos aunque su cita se haya eludido. Más aun, pareciera que no se quería abordar adrede. Es lógico. Es un asunto demasiado complejo que aboca a fin de cuentas a un espacio sublime que se desea obviar. Si en la academia alejarse de la subjetividad es una obsesión, quizá razonable, traspasar el límite de la conciencia para llegar a la procelosa zona de la trascendencia es harina de otro costal. La fe que mueve montañas en contraposición a la máquina excavadora que taladra el túnel.
El barrio está salpicado de templos a los que los fieles de creencias muy variadas acuden. En apenas un manojo de calles hay locales que dan cobijo a comunidades católicas, islámicas, judías y evangélicas en sus distintas expresiones. Aunque yo no entre en ninguna ni su práctica sea de mi incumbencia, lo que observo me produce una profunda satisfacción. La convivencia que repudie todo tipo de violencia o de exclusión, la aspiración en pro de la presencia de lo sobrenatural en la vida, la tolerancia frente a lo diferente o incluso lo opuesto, la aspiración a que cada cual se enfrente a sus peculiares demonios como sea de su agrado o de su deseo, la gestación de comunidades que sirvan para otros fines como la ayuda mutua, desarrollar el sentido de pertenencia y confrontar la soledad son cuestiones fundamentales. Encontrarlas todas en un espacio urbano limitado y próximo es muy grato más aun cuando la humanidad en gran número de sitios registra comportamientos radicalmente opuestos a este equilibrio. Diría que supone un acto supremo de reivindicación del ser humano.
La evidencia que trasciende del panorama callejero además de ser reconfortante contribuye a completar al menos las torpes definiciones que a menudo realizamos de numerosos conceptos. Ello es todavía más enrevesado cuando tenemos la pretensión de operacionalizarlos por mor de los exigentes requisitos disciplinarios. Es decir, cuando hay que descomponer los atributos del concepto en variables que puedan medirse de manera diferente. Todo eso se da en cada persona en su fuero interno y sin que nadie lo advierta, con mayor o menor complejidad, con la incorporación de circunstancias exógenas, temporales o espaciales, así como de factores íntimos que van desde lo genético hasta la elaboración de un determinado patrón conductual. Si el producto de todo ello en el individuo es el hecho de acudir (o no) al acto religioso y del nivel de su imbricación en el mismo, en el académico la tarea supone sopesar todas las variables intervinientes, intentar calcular su peso en el resultado final, su grado de covariación y de correlación, pero también su propio origen causal.
Definir la credibilidad como una atribución de veracidad fundamentada en la constatación de hechos y la confianza en tanto que una actitud de cumplimiento futuro de expectativas coincide con el lugar común del “ver para creer” y del “otro vendrá que bueno me hará”. Se trata de un ejercicio relevante y sofisticado que puede aportar conclusiones interesantes en la relación que pudieran tener con el desarrollo de distintas formas de organización pública. Se dice que la legitimidad presente en toda forma de dominación política tiene su sustento en la confianza que la gente deposita en las reglas y en las autoridades. Por ella se obedece y se interioriza su forma de actuar como algo necesario para la comunidad e incluso para el bienestar individual de sus miembros. También se subraya que la confianza es la argamasa que construye el capital social sin cuya existencia no es posible la convivencia en el seno de grupos humanos sean del tamaño que fueran. Sin embargo, en todo este entramado, ¿hay espacio para la fe? Siento que el asunto se aleja y que todo se enreda.
La señora y el niño -¿son madre e hijo?- bajan con calma la grada del templo. Justo cuando estoy a su altura desde la acera escucho que ella le dice: “tienes que creer, ten fe”. No vuelvo mi mirada hacia ellos y la mantengo calle abajo. El vacío de la avenida delante de mí no me inquieta. Estoy acostumbrado a caminar por lugares en los que soy el único paseante. Mis pensamientos me llevan a la búsqueda de esa fuerza interna que dicen que es el motor y el sentido de la acción, pero no encuentro nada. Supongo que es la inercia la que impulsa mis andares, mis propias elucubraciones. Algo gestado con el tiempo, con la luz de cada día, con el afecto de los seres queridos, con las miradas ajenas, con el reconocimiento y con los sinsabores de los fracasos, con el azar.
Esa palabra de dos letras no aparece por ningún sitio o a lo mejor lo que sucede es que mi definición la confunde con otros términos. Fuera de considerarla una virtud se presenta ante mí como una convicción ingenua de que hay que seguir adelante, sin preguntarse por el precio ni por la recompensa, por la dirección o por el sentido. No importa estar a la intemperie, no existe cobertura alguna que valga. Al final de la calle está el mar y no hay nadie a quien contárselo.