La invención de esa colectividad que llamamos nación requiere de esfuerzos tenaces cuya evolución debe contar con un relato consistente y una ejecutoria pertinaz. El proceso de toma de conciencia o si se prefiere de gestación de una determinada identidad nacional no es sencillo.
S e trata de localizar hechos diferenciales que permitan a una concreta comunidad encontrar un hueco en el contexto regional en que esté inserta. Contar con un liderazgo convencido firmemente que puje por el inicio y luego sea instigador del avance del proceso de construcción nacional, ya sea como consecuencia de la conquista de incentivos materiales o por cierto convencimiento de cariz casi místico relativo a la bondad y a la necesidad imperiosa del propósito. Luego existen mecanismos que estimulan y de inmediato consolidan los logros. La apertura de espacios festivos es solo uno de ellos aunque de indudable éxito, también lo es la gestación de símbolos que confieran trascendencia al instante preciso vivido.
La escuela es un escenario idóneo por excelencia para asentar los mitos fundadores y para sembrar la conciencia de la diferencia en un contexto donde la exacerbación de las emociones es fácil. La arquitectura de la patria tiene allí uno de sus lugares cenitales. La secuencia de acciones es variopinta: aprender el himno cantado al unísono al iniciar la jornada cotidiana repitiendo palabras altisonantes y a veces incomprensibles; sentir el efecto de la bandera multicolor ondeante; asumir un trabajo colectivo para mostrar su ejercicio marcial de manera festiva en la exhibición del desfile callejero; adquirir la idea de una igualdad fingida y efímera al extenderse a lo largo de momentos concretos; y concebir que lo lúdico sea el paso previo al carácter sagrado y trascendente de la vida y que este termine también siendo lúdico.
Algo de todo ello se vierte en las fiestas patrias que cada año acuden por doquier a su cita inexcusable y que concitan el clamor de unas sociedades al parecer menos cansadas de lo que dicen los teóricos. A fin de cuentas ni la auto explotación de los individuos acarrea desastre alguno perceptible ni el individualismo rampante supone una limitación al loado carpe diem. El asueto sirve además como exoneración momentánea de una actividad laboral alienante que se ve sojuzgada frente a la altiva reivindicación de algo etéreo, pero enormemente afectivo porque se labró desde la niñez con eficacia indudable. Los recuerdos contribuyen también a fijar un pasado que deja de serlo cada año para configurar la senda que al transitarla tiene la solera del ayer, la frescura del presente y el reto del futuro.
Improvisados vendedores desarrapados venden banderas en los semáforos para el adorno de los vehículos sin cuya presencia adquieren un aire desvalido como lo tienen los jardines en los que la siembra no se llevó a cabo. La atmósfera rezuma una humedad inquietante ante la ausencia de la brisa cansada de ondear los gallardetes que ahora yacen lánguidos sobre astas erguidas y, sin embargo, nada parece cambiar. Da igual. La fiesta continúa, el asueto ha dictado sus normas y ahora es la parada, la fanfarria y el gesto sincronizado que llenan la avenida. No hay en principio discursos ni palabras vanas. La música de la trompeta y del tambor, del flautín y del acordeón, de los platillos y del fagot se apodera del momento. El maestro de ceremonias calla y sonríe mientras la guía da la orden de parar.
El oráculo local recuerda la efeméride con puntual atino. Su beligerancia es menor a la de años anteriores pues el panorama no está para bromas. A pesar de ello vuelve a seguir el hilo argumental de toda la vida. Alineado con la autoridad del recinto proclama la derrota de la ignominia y la apertura de nuevas avenidas donde florecerán los guayacanes; ensalza el futuro que será promisorio como siempre y atempera el fragor de los más despistados para concluir refiriéndose a los que se fueron dejando en medio del camino la tarea inconclusa e invitando a desarrollar mayores dosis de sacrificio y de abnegada entrega. El silencio se apodera durante breves instantes de la estancia insospechadamente callada hasta que el repique del tambor reinicia la función.
Mientras tanto, en la playa el alcohol fluye al alimón de la demanda de aquella música estridente que apenas tiene que ver con la de toda la vida. Los cuerpos se rozan nerviosamente y las miradas furtivas ensombrecen cualquier atisbo de conformismo. Queda mucho tiempo por delante hasta que las risas agotadas proclamen que el final de la fiesta es inminente. Las fotos que desde hace tiempo pululan por las redes serán testigo perdurable de una jornada más en que sus gestos torpes definieron la imposibilidad de que aquel encuentro efímero sellara algo más duradero. A fin de cuentas sus suspiros todo el mundo los ignoró y solo sirvieron para sellar su incompetencia para entender la vida. Por ello ahora hay todavía tiempo para desquitarse.
Desnudo en su alcoba mira las hojas del calendario que dan fe de que un año más las efemérides del absurdo vuelven a enterrar sus propósitos. Hace tiempo que la corriente ha dejado de animar el baile de las banderas y ni siquiera la música del desfile llega a sus oídos. No quiere que nada perturbe su jornada de ocio en la que la soledad ha vuelto a imponer su mandato. Aspira al menos a que llegue otro año, solo eso. Ajeno a cualquier proclama oficial que pontifique sobre el pasado manido, su relevancia de hoy y su futuro promisorio. Harto de peroratas, de símbolos hueros manejados al capricho de la inercia y de un artificial sentido comunitario de la vida, su mano se desliza ávida porque es consciente de que no hay salida y de que todo es fingido. Sabe cómo reconducir el asco que desde hace años le provocan las fiestas patrias hasta que su inevitable desaparición sea un hecho. Entonces seguro que nadie entenderá toda esta componenda.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)