El autoritarismo ha derivado en absolutismo radical. La apuesta no está exenta de riesgos. La ambición lleva a sobrestimar las fuerzas reales del poder hasta el extremo de introducirlo en un callejón sin salida. La supresión de la institucionalidad democrática y el ejercicio del poder sin equilibrios ni controles ha instaurado una voluntad absoluta.
Por: Rodolfo Cardenal*
Esa voluntad decide qué y cuándo informar a una opinión pública que juzga inmadura, ignorante y rebelde, pero que tiene la inmensa suerte de contar con el entendimiento preclaro, la sabiduría insondable y la operatividad inmediata y eficaz de aquella, que suple con creces las limitaciones de su minoría de edad. En consecuencia, debe acatar sus disposiciones agradecida.
Los funcionarios públicos, además de obedecer, ensalzan su sabiduría. Los legisladores no tienen iniciativa de ley. No la necesitan, dado que esa voluntad absoluta decide por ellos, mejor y más rápido. De ahí que aprueben sin leer ni entender lo que les envía, a modo de simple trámite. Por la misma razón, los ha despojado de la facultad para recibir iniciativas de ley o peticiones de la ciudadanía, como la del comercio informal del centro de la capital. Y, por si fuera poco, se enorgullecen de contribuir a la gobernabilidad con su servilismo.
La misma barrera encuentra la población en la institucionalidad estatal. Sorda a sus reclamos, ciega a sus peticiones y, por tanto, muda. Esta tampoco recibe solicitudes de la población y, si acaso acepta alguna, no responde. Las órdenes judiciales que liberan a algunos detenidos no son ejecutadas. El régimen de excepción hace cada vez más exasperante la indiferencia oficial. Captura sin motivo y acusa a partir de expediente falsos.
Si los funcionarios resuelven alguna solicitud es por orden expresa de la voluntad suprema. La respuesta es agradecida públicamente por el beneficiado, que se deshace en elogios ante tanta magnanimidad. Pero estos casos son aislados. En general, la institucionalidad es indiferente ante la suerte de la ciudadanía. La pedantería, la soberbia y el desprecio caracterizan a los funcionarios del absolutismo, desde el primero hasta el último, el soldado o el policía de la calle.
La deriva absolutista del autoritarismo ha infantilizado a una parte significativa del pueblo, que ha aceptado ser tratado como un menor de edad irresponsable. Renunció a ser libre, a pensar y a decidir su futuro. Se encuentra más cómodo y seguro en recibir lo que la voluntad absoluta tenga a bien concederle, convencido de que solo ella puede proporcionarle lo que necesita y todo lo que provenga de ella es forzosamente bueno. Su generosidad es correspondida con gran entusiasmo como un niño deslumbrado el día de Navidad por el juguete nuevo. La voluntad absoluta satisface así el deseo de mucha gente de ser guiada a cambio de entregar su libertad.
No obstante la extensión y el arraigo de la servidumbre, comienza a cobrar fuerza la movilización de los sectores más golpeados por el absolutismo. El atrevimiento es cada vez más audaz, las expresiones de cólera suben de tono y los llamados a la movilización ya forman parte de la agenda nacional. Aparentemente indiferente al malestar y al rechazo, el absolutismo, confiado en sus primeros éxitos, piensa no tener límites. Pero sí, los tiene. El aguante popular y los recursos materiales, incluso para alimentar la corrupción, son limitados.
La ambición de poder y riquezas es tan irresistible que conduce al desquiciamiento. Construir una nueva residencia presidencial al lado de la residencia privada del dictador, mientras pretende reducir el gasto con el despido de decenas de miles de empleados públicos, indica que algo no anda bien en los pasillos del absolutismo. Además, qué sentido tiene ese multimillonario proyecto si no habrá otra reelección. El secreto y “la reserva” ya no pueden ocultar la desmesura del absolutismo. La polémica alrededor de las finanzas y las propiedades de la familia presidencial son un buen ejemplo.
El triunfo electoral de Trump en Estados Unidos llegó justo a tiempo para compensar el repudio de España y Costa Rica. Aquella rechazó la oferta de ayuda de emergencia por inoportuna y oportunista. Un error diplomático garrafal. Más cerca, los poderes legislativo y judicial de Costa Rica se negaron a recibir al dictador, lo cual degradó la visita de Estado a “oficial”. Sin embargo, ahí sí le recibieron la ayuda rechazada por España. Ridículo y afrenta para una voluntad absoluta que presume de ser bien recibida en todas partes. En realidad, solo encuentra eco en los sectores extremistas, amantes de la desinformación y las conspiraciones paranoicas.
*Director del Centro Monseñor Romero.