Creados para cuidar
El pasillo era estrecho y la puerta de entrada del piso colindaba con la del cuarto de baño, lugar al que conducía con dificultades a su madre, una mujer de pequeña estatura y obesa que tenía algo más de 80 años y estaba afectada por una hemiplejia cuyas secuelas entorpecían su movilidad.
L a hija acababa de cumplir 60 años y cuidaba a tiempo completo desde hacía varios meses de su madre viuda tras dejar de trabajar en un comercio. La demandante tarea le había hecho mella de modo que el cansancio afectaba su capacidad de atención. Un giro imprevisto acompañado de un débil gemido anticipó que la madre apoyando su dorso sobre la puerta de la entrada se deslizara despacio hasta quedar sentada en el suelo mientras golpeaba ligeramente su cabeza con el quicio de la puerta.
El peso de la mujer y su aturdimiento imposibilitaron cualquier maniobra. La hija, azorada, pidió ayuda porque no se podía abrir la puerta obstaculizada por el cuerpo de la madre que yacía inmóvil. Las vecinas tuvieron que llamar a los bomberos quienes 40 minutos después entraron en la vivienda por una ventana y ayudaron a la ya recuperada anciana, aunque asustada, a llevarla a la cama. La hija murió siete años más tarde que su madre y nunca se recuperó del drama que vivió durante un tiempo que le resultó eterno.
El padre sentado en la mesa del comedor en silencio tenía la mirada perdida y un gesto que simulaba una sonrisa. A lo largo del último año su deterioro cognitivo había ido en aumento y no resultaba fácil mantener una conversación con él. Su mujer hacía tiempo que lo desatendía porque sus preocupaciones se centraban en un hijo mayor de 40 años cuya incapacidad era manifiesta. Ella tenía el ánimo con frecuencia por los suelos pero mantenía el control de su vida. La responsabilidad del orden de aquella casa de rasgos humildes recaía en la hija cuyos ingresos como empleada doméstica complementaban la pensión del padre y el subsidio asistencial que recibía su hermano.
Tenía un horario de trabajo irregular porque dependía de las llamadas que recibía. Prefería ese sistema a uno fijo porque sus ingresos eran superiores, pero significaba una mayor subordinación al azar. Únicamente no aceptaba trabajos que le exigieran empezar antes de las ocho de la mañana y terminar después de las siete de la tarde ya que todos los días levantaba y acostaba al padre además de ocuparse de la casa y dejar preparada la comida. La semana pasada su hermano murió de un infarto y sabe que a partir de ahora deberá también ocuparse de su madre sumida en una profunda depresión.
Camina despacio por la acera llevando del brazo a su madre. Las miradas de ambos están fijas en un punto indefinido y pareciera que no prestan atención a nada de lo que sucede en el entorno. Su semblante es grave. No hablan entre sí. Él acaba de cumplir 65 años y ella tiene más de 90. La madre hace tiempo que padece una artrosis aguda. Cuando el padre se jubiló aquejado de una dolencia equívoca él decidió hacerse cargo de ambos y centró su vida en atender permanente a dos seres que se fueron apagando lentamente. No le costó dejar la vida profesional que nunca tuvo. La pensión del padre y unos exiguos ahorros les permitieron subsistir.
En una ocasión asistió a un cursillo en el que le enseñaron primeros auxilios y otras cuestiones atinentes al cuidado de las personas mayores. Fue útil. Sin embargo, lo que nunca consiguió fue reinvertir el progresivo mutismo que penetró paulatinamente en la conducta de ambos, algo sorprendente por cuanto que habían sido locuaces. En su madre esa tendencia derivó en mudez completa tras la muerte del marido hace ocho años. Desde entonces la soledad en pareja es el estado natural de ambos que compite con la de un matrimonio del piso vecino cuya salud no los permite salir a la calle siendo atendidos por servicios de la asistencia social municipal. Él cree que su situación es mucho mejor, su madre todavía lleva a cabo diariamente su aseo personal, y no quiere pensar qué sucederá cuando fallezca porque no tendrá tarea alguna que desempeñar y no sabe si sabrá o podrá cuidarse así mismo.
Por mucho que no se mencione esta es la generación del daño. Él dijo después de apurar el café como colofón a una larga conversación mantenida sobre la posibilidad de organizar un seminario formativo acerca de la confrontación entre dos posiciones que deberían ser complementarias, nunca opuestas. Plantear la regeneración frente a la sostenibilidad era un dislate, concluyó. Al hilo de los argumentos puestos encima de la mesa afirmó, manteniendo al tiempo una mirada fogosa, que los seres humanos habían sido creados para cuidar, a raíz de lo cual el silencio se impuso en el ambiente.
Sentada a su derecha, balbuceó unas sílabas y sin dirigirse a nadie en concreto habló como si estuviera pensando en voz alta. Señaló que creía que el cuidado era una fase más en la evolución de la especie humana, dijo que ya la economía de la atención había puesto el acento en el papel del estado a través de la seguridad social o del mercado mediante la promoción del ahorro y de la inversión previsora individual. Además, añadió, la propia inteligencia artificial estaba diseñando mecanismos virtuales e incluso robots capaces de realizar tareas inéditas en el terreno de la compañía y de la atención médica. No entendía que se considerara el cuidado como algo atávico e inherente a la naturaleza humana. Ella repudiaba también a quienes en reemplazo de los niños tenían animales domésticos en casa y hacían de su atención una obsesión permanente. El silencio volvió a dominar la escena.
Desde su silla de ruedas en la residencia mira las cumbres que recortan el horizonte. Una tranquilidad mortecina prevalece. Espera la visita de su única nieta que probablemente aparecerá algún día.
*Escritor, psicólogo, docente, periodista, especialista en etnoliteratura y geografía sagrada, dedicado a la investigación del genocidio indígena y afrodescendiente.