Me pides que te deje un libro y quedo confundido. No sé qué contestarte. Dices que quieres leer algo que me haya conmovido o, quizá, simplemente, algo que me haya gustado o, no importa, una novela que cautivara mi atención.
No es que no te entienda, lo que me pasa es que no recuerdo nada. Mi mente está en blanco. Podría repetir lo manido, recitar la última novedad, mencionar una muestra del renombrado autor por todos conocido, improvisar. Pero no puedo. Callo. Asumo entonces mi incapacidad propagandística o mi torpeza ilustrativa, tampoco surge en mí destello alguno de vanagloriarme con mi supuesto estar al día. No es un asunto de comunicación entre dos personas, una de las cuales pide un consejo a la otra, es algo distinto. Entiendo que mi vacío es de otra guisa y que tiene que ver con la confusión en que vivo donde las pilas de libros acumulados en las estanterías son una amalgama que a veces me resulta hostil y otras meramente las ignoro.
Por ello, cuando camino a lo largo de los pasillos de la feria me siento extranjero. El bloqueo que tuve tras tu petición se extiende a este ámbito que constituye el altar por excelencia donde se exhibe, promociona, conmemora y se vende la obra escrita. Me sucede algo raro. Insólitamente, mi extrañamiento hace que deje de sintonizar con los numerosos reclamos que invitan a entrar en los pabellones que exhiben las últimas novedades, las colecciones clásicas. Omito pasar a las mesas redondas en las que se dan las discusiones en torno a la última obra de quien ya es una figura consagrada del momento. Las presentaciones de libros inhiben mi capacidad de atención y las firmas de las novedades más recientes constituyen un ejercicio de narcisismo que me apabulla. ¿Será porque mi vida ha transcurrido entre estos objetos curiosos de los que se dice que la revolución digital los va a enterrar y hoy está saturada de todo ello?
Las filas antes de entrar a los actos protagonizados por quienes escribieron las más renombradas obras de los últimos tiempos rebosan. Se trata de gente ávida de escuchar sin intermediación alguna los propósitos que escondían los entresijos de la trama urdida sobre la que se construyó la novela. Personas anhelantes de contrastar que la palabra oída de quien escribió el ensayo iluminador tiene remembranzas con lo que alguna vez imaginaron que sería el tono profético y la armonía de su verbo atinado. Individuos deseosos de contemplar la figura de sus ídolos, su lenguaje corporal, la expresión irónica de sus ojos, el dominio de los silencios que debiera impregnar toda buena poesía. Impera el fetichismo de quienes adoran ese momento que supondrá contar con el libro dedicado y firmado, así como el subsiguiente de la fotografía conjunta que quedará relegada al cajón de lo efímero.
Tras asomarme a una sesión llegan a mis oídos conjeturas sobre la búsqueda de uno mismo como motor que hace que sea imposible dejar de escribir. La escritura o la vida a la que se refiriera Jorge Semprún o la trascendencia de Pablo Neruda cuando confesaba que había vivido dando así título a sus memorias. Escucho acerca de la pesada servidumbre del oficio de escribidor esclavizado por una vocación extenuante a la vez que liberadora.
Los horarios inflexibles frente al cuaderno gris o la pantalla del ordenador ante los que en ocasiones primero se ha debido superar el pánico frente a la hoja en blanco o ante el brillo de la máquina. Me llegan palabras sobre el pesado fardo que supone la pereza para con el ejercicio de la escritura a la hora de cumplimentar el afán diario o de no caer en la tentación de consultar la aplicación de la inteligencia artificial para avanzar en el texto atorado. Oigo entre risas del público anécdotas que se dicen inconfesables sobre el ejercicio artesanal individual de la escritura en contraste con el realizado por equipos humanos productores de textos en cadena o del trabajo ejecutado por la mano negra anónima.
Las más afamadas editoriales son conscientes de que son jornadas clave para consolidar la caja de su negocio, no solo por las ventas que se den en el lugar sino por la difusión mediática que todo aquello originará seguido del inmediato goteo de demanda. Por ello es una cuestión menor la de que las puertas estén abiertas a colegios y a desocupados que invaden tumultuosamente el recinto pues si bien facilitan poco las ventas se dice que así se crea una cultura de lectura beneficiosa a la larga. No, no son cuestiones menores. Como tampoco lo son la del título del libro triunfador de la feria, el autor más popular, la escritora más ingeniosa, o el listado de las diez obras más vendidas. La mercadotecnia no abandona este mundo que la sociedad de consumo abraza con avidez y esnobismo una vez que ha superado cierto nivel de renta.
Me demandas entonces que te confiese por qué asisto a la feria habida cuenta de todas estas cosas y enmudezco ante una respuesta que no me resulta sencilla. Cabizbajo me digo que la inercia obra milagros, como también el horror al vacío. La necesidad de urdir una trama consecuente con otros quehaceres que requieren exhibir dotes para la farándula, procacidades de baja estopa. Así mismo, pienso en la exhibición que al final se produce y que resulta poco ejemplificador a pesar de suscitar envidias en terceros o de generar hasta cierto punto dosis de adrenalina.
Entrevistas, fotografías, notas de prensa, conversaciones entre bambalinas afianzan el estereotipo y aceitan un modo de vida imaginario. El miedo al ridículo se aleja, el reconocimiento banal impera y la convicción de que el tiempo ha pasado sin dejar mácula se adueñan de uno. Todo conforma un conjunto atrabiliario de circunstancias, lugares comunes y suposiciones conducentes a un error que no termino de entender bien y que a nadie importa por lo que consiguientemente no te voy a decir más.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)