El desprecio por los pobres

La Doctora Edith Kuri Pineda, Socióloga, Profesora de la Universidad Autónoma de Azcapotzalco (UAM-A), publicó en Andamios (vol. 7 número 14, septiembre-diciembre 2010) su trabajo académico titulado El movimiento social de Atenco: experiencia y construcción de sentido.


Por: Toño Nerio


E n el resumen dice que “En octubre de 2001, el gobierno federal emitió diecinueve decretos expropiatorios con el propósito de construir un nuevo aeropuerto en la zona de Texcoco, estado de México. A esta decisión gubernamental se opuso un grupo de ejidatarios y residentes que erigieron el movimiento social de Atenco.

En este artículo se analiza la dimensión interpretativa de la lucha atenquense, así como la importancia de la experiencia en el proceso constitutivo de este actor colectivo. Para tal efecto, se retoman algunas coordenadas heurísticas del historiador marxista E. P. Thompson, de Barrington Moore y de la denominada teoría del enmarcado.”

Paso a paso la científica social nos va contando en su trabajo cómo trece comunidades campesinas de los municipios mexiquenses de Texcoco, San Miguel Atenco y Chimalhuacán fueron el blanco de la avidez infinita de los ricos que anteponen su codicia a la vida, la salud, el bienestar y la felicidad del otro, especialmente si ese otro es un pobre, un “don nadie”, como gustan apodar a la gente sumida en la miseria.

Para ese reducido número de poderosas familias oligárquicas y sus agentes, colocados en los puestos decisorios del gobierno, el campesinado afectado por su decisión política -en opinión de la autora del trabajo científico- era solo “un grupo de macheteros que se oponían a la modernización del país.”

Durante medio siglo de gobiernos mexicanos posrevolucionarios la tendencia hacia la derecha, entendida como un alejamiento de la procuración de derechos y promoción de los intereses de los desfavorecidos de la sociedad, fue una constante más o menos notoria.

Desde entonces hacia adelante esa inclinación fue acompañada cada vez más por la creciente brutalidad criminal y la violencia cruel de parte de los agentes del Estado.
De modo sistemático, fríamente reflexivo y calculado, desde el nivel superior del gobierno, como política permanente, se crearon instituciones clandestinas con la exclusiva finalidad de reprimir y eliminar todas las manifestaciones de descontento popular y a sus representantes: escuadrones de la muerte, cárceles clandestinas, grupos de torturadores, salas de tortura, cementerios clandestinos, vuelos de la muerte para desaparecer en el mar a los opositores políticos secuestrados por los agentes del gobierno, uniformados o no.

Las aberraciones más abyectas no solo fueron permitidas sino que se estimularon mediante pagos adicionales a los salarios nominales de los policías y soldados secuestradores, violadores, torturadores y asesinos.

Pero fue a partir del arribo del modelo neoliberal que el desprecio por la vida del más débil alcanzó sus cumbres.

Imposible olvidar las matanzas ocurridas en Guerrero -como la de Aguas Blancas-, Oaxaca, Chiapas, Veracruz y tantas otras, por toda la República, desde los años iniciales del periodo de capitalismo salvaje desbocado.

Imposible olvidar los nombres de aquellos 43 jóvenes estudiantes normalistas de la dolida Ayotzinapa, que al final del oscuro infierno neoliberal fueron arrancados de la vida por el crimen organizado coludido con el gobierno y los empresarios asociados.

Siempre, en todas partes, la codicia infinita de los ricos, desenvaina los sables para no compartir ni siquiera una migaja con el pobre.

En su enfermiza gula son capaces de matar sin piedad niños, ancianos, mujeres, pueblos enteros arrasados por sus esbirros expertos en tácticas de tierra arrasada.

Una propuesta sana del proletariado es vista por esa raza infame como una terrible amenaza para sus intereses y, al que la sugiere lo descuartizan al mejor estilo de los agentes ejecutores de las sentencias de un Torquemada del siglo XXI.

Cuando la oligarquía y el gobierno mexicano de la ultraderecha panista decidieron impulsar la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, una sugerencia brillante -por conciliar intereses y por su carácter pacífico- estremeció hasta la médula a los políticos del gobierno y a sus amos oligarcas: “seamos socios”, dijeron los campesinos ejidatarios.

Nosotros podemos participar en una sociedad, dijeron, nosotros ponemos como capital nuestro suelo y ustedes el dinero para hacer la construcción de la infraestructura de la terminal aérea. Al final nos repartimos las utilidades como buenos socios. Ganan ustedes, ganamos nosotros. Felices ustedes, felices todos.

Como socios de la empresa aeroportuaria los campesinos recibirían unas utilidades jamás imaginadas: un metro cuadrado de suelo agrícola rinde miles de veces menos ingresos que ese mismo metro cuadrado de aeropuerto.

El gobierno desató la represión. ¡Cómo se atrevían esos indios proponer ser socios de los hombres blancos!. Todos, oligarcas, funcionarios y “periodistas” prepago, al unísono, gritaron horrorizados

¡Aprésenlos, tortúrenlos, mátenlos! Ya conocemos el epílogo de ese capítulo sangriento.

Nada diferente de los crímenes que se han cometido y se cometen en Brasil cuando los defensores de la Amazonia han levantado la voz para salvar a la selva. Nada diferente de las matanzas de campesinos guatemaltecos, hondureños o salvadoreños cuando se muestran opuestos a la destrucción del medio ambiente a manos de la minería metálica.

Cómo olvidar a aquel grupo de líderes campesinos comunitarios ambientalistas que fueron asesinados por sicarios hondureños del crimen organizado contratados para aterrorizar a los pobladores de Santa Marta, departamento de Cabañas, El Salvador, que se resistían a que la empresa minera canadiense Pacific Rim les expulsara de sus campos de cultivo y destruyera el único río vivo que sirve de fuente de agua para toda la población, su actividad doméstica, agrícola o industrial del país.

El desprecio por la vida de los pobres lo han conocido desde siempre esos campesinos.

Aquellos masacrados hace quince años eran descendientes de los sobrevivientes de la Masacre de Río Sumpul, que eran a su vez los sobrevivientes de las campañas de “Tierra Arrasada” que periódicamente lanzaba en su contra el ejército salvadoreño hace cuarenta años.

El año pasado, 2023, de nueva cuenta las mineras habían puesto sus ojos en Santa Marta. La primera medida del gobierno de ultraderecha fue ordenar la captura de los líderes comunitarios y acusarlos falsamente de delitos comunes ocurridos supuestamente hace cuatro décadas.

Después de un año y medio en prisión, los valientes dirigentes comunitarios enfrentaron al tribunal de sentencia que, al examinar los elementos de juicio en su contra que presentó la fiscalía, determinó que no existía ni una sola razón para mantenerlos bajo proceso y los exoneró. Hace tres semanas, ya libres de toda clase de acusaciones, los líderes se reincorporaron de nuevo a la lucha por la vida.

El furioso gobierno salvadoreño, ignorando el fallo judicial, ordenó a la fiscalía apelar el fallo y apremió a los jueces para que realicen un nuevo juicio hasta condenarlos.

Tal conducta oficial y empresarial no es absolutamente nada diferente de la de los criminales que ponen todo por debajo de sus miserables deseos de enriquecimiento rápido y sin esfuerzo.

La minería metálica en El Salvador va a producir enfermedad, muerte y dolor de modo masivo y la migración más grave nunca vista en el continente americano.

El Salvador es un pequeño país -el más reducido del área continental- sumido desde ya hace tiempo en una condición de estrés hídrico, con tierras en proceso de desertificación, carente de agricultura como política de gobierno, y que se encuentra en medio de una grave emergencia alimentaria para millones de pobres.

El Salvador es una bomba de tiempo que va a desatar una onda expansiva que desestabilizará a todos los países vecinos.

En Atenco la propuesta sensata de asociación entre campesinos ejidatarios e inversionistas aeroportuarios era válida y justa, a pesar de las afectaciones ambientales.

En El Salvador es impensable una asociación porque desde todo punto de vista la minería metálica equivale a la muerte.

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