El reloj de la plaza está parado. Lleva así desde que lo vi por primera vez hace tres años. Supongo que debería hacer feliz a todos los que han bailado amartelados el viejo y muy célebre bolero. El reloj no debe marcar las horas para que nadie enloquezca pues ella se irá para siempre cuando amanezca otra vez.
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P or eso el fatal augurio de “nomás nos queda esta noche para vivir nuestro amor”. El tiempo detenido en sus manos puede hacer la noche perpetua. Lo cual no deja de ser inquietante por mucho que se desee la eternidad. Pero en la plaza lo que es permanente es el viento cuyas ráfagas traen el olvido y hacen postergar cualquier plan de futuro.
Frente a la codicia occidental que a partir de un determinado momento esgrimió la identificación del tiempo con el dinero se ha confrontado una sabiduría oriental opuesta que denuncia que “los occidentales tienen relojes, pero nosotros tenemos tiempo”. En el fondo, y por encima de querer buscar un sentido trascendente, lo que late es la pulsión por la cuantificación. Ella conlleva la medición precisa de algo consustancial con la humanidad y que en su manejo produce efectos tan diferentes como el orden y la esclavitud, la planificación y el plazo fijo. La perplejidad del fenómeno conduce a la existencia de asignaturas en el marco universitario que se refieren a la sociología del tiempo. Por su parte, Karl Popper en su muy conocida metáfora ya usó la contraposición entre los relojes, como sinónimo de la predictibilidad, y las nubes, en tanto que reflejo de lo impredecible.
La unidad de medición universalizada que supone la hora es un avance del que quizá no seamos del todo conscientes frente a otras mediciones en ámbitos muy variopintos en las que la humanidad no ha encontrado definiciones generales. La distancia, la temperatura y el peso se siguen midiendo en escalas diferentes según los lugares. La hora es fundamental para llevar a cabo cálculos entre países en lo atinente a viajes y a transacciones y entre sectores económicos acerca de la productividad como elemento fundamental del capitalismo. Esto es en el momento actual y lo fue en el pasado aunque siempre haya matices. Ahora uno se explota así mismo durante un determinado lapso y lo irónico es que cree que está realizándose. Una forma distinta de evaluar el rendimiento del trabajo.
El tiempo queda subyugado a las horas así que lo común es pedir o dar la hora, además siempre queda el equívoco con el clima. Coloquialmente cuando se habla del tiempo la mayoría de las veces los interlocutores aluden a la temperatura o al grado de humedad, o a la posibilidad de que llueva o nieve. Como me dijo una vez un vecino al cruzar la plaza del reloj inmóvil, “no lo mires porque siempre decepciona”, pero yo le hice notar todo lo contrario puesto que era más predecible que el viento vesánico. A diferencia de este me daba tranquilidad mirar a la torre conociendo la respuesta de antemano. Por otra parte, la utilidad del vetusto reloj quedaba relegada a pura comparsa.
En una larga jornada en la que acumulo siete citas de diferente naturaleza separadas escrupulosamente por dos horas y cientos de metros de una localización a otra el tiempo es un guiñapo porque lo que cuenta es el ajetreo previamente agendado. También el cariz de las personas con las que me encuentro. El afán en su conversación. Al final el lapso pasado con mis interlocutores o en el que transcurre la gestión está tasado convencionalmente y se alía a la tiranía del reloj. Sin embargo, hay algo que me inquieta cuando en uno de esos encuentros no miro en ningún momento al reloj porque deseo que estuviera parado, que el tiempo como en el bolero estuviera suspendido. Entonces sé de la inexorabilidad de la faena de unas horas que no me pertenecen solamente a mí y de la capacidad de la contraparte de poner fin a la cita.
En una breve interrupción durante una de las entrevistas antes de reanudar el argumento que estaba desarrollando y deslizándolo al terreno personal ella me dice que no hace caso al tiempo sino que hace el tiempo. Durante un breve instante quedo perplejo por su osadía, pero asiento con la cabeza y esbozo una sonrisa de complicidad no sé si con un rictus de ironía. Minutos antes me había contado una confusa historia que tuvo con su anterior marido en la que se habían exigido equidad completa a la hora de compartir los fines de semana. Él definiría la manera en que iban a pasar el sábado y ella decidiría sobre el domingo. Así las cosas, ella terminó convenciéndolo de que la tarde y la noche del viernes no entraban en el acuerdo y durante meses pudo gozar de un manojo de horas en que sintió que su existencia era otra.
Hastiado de tanto ruido acumulado a lo largo de la jornada no deseo saber la hora que es. Hace rato que anocheció. Camino hacia la estación del metro para después coger el autobús que me llevará a la casa. Un discreto reloj cuelga en la fachada de un edificio público. No está parado. Han transcurrido exactamente doce horas desde que pasé por delante de él esta mañana. ¿Qué significado tiene lo que acabo de pensar? ¿Tiene un sentido equivalente al conteo de pasos o de metros que me puede brindar el teléfono? Puedo hacer una comparación con otro día cualquiera o con la media de las últimas semanas. Una estadística vana. Prosigo maquinalmente. Las horas no son ajenas, lo enmarcan todo, como lo hacen los pasos, incluso puedo dividir estos por aquellas. La velocidad de la vida se desprende automáticamente. La velocidad de mi vida que, sin embargo, no tiene nada que ver con su ritmo y menos aún con su propósito que no cuenta con guarismo alguno que lo mida.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)