Por: TOÑO NERIO.
Al final de la guerra civil de El Salvador, miles de hombres y mujeres combatientes del ejército gubernamental y de las fuerzas insurgentes fueron desmovilizados, concentrados y desarmados.
Los que habían sido guerrilleros eran gente común, no soldados profesionales, y no estaban dedicados a guerrear a cambio de una paga. Los que fueron miembros del ejército oficial, hombres que vendían su tiempo por un sueldo, eran profesionales de las armas.
Los primeros volvieron a la vida civil como agricultores, amas de casa, estudiantes, curas, ingenieros, médicos, etcétera. Fundaron ONG’s y las convirtieron en micro y pequeñas empresas en las que dieron trabajo a muchísimos de sus ex compañeros de armas rebeldes.
Los segundos, en parte, volvieron a sus caseríos y a las labores agrícolas, mientras que otros decidieron comprar un microbús y convertirse en microempresarios del transporte, por ejemplo. Pequeñas y medianas empresas familiares surgieron de esas iniciativas, con diferentes resultados, unas exitosas, otras desastrosas.
Después, cuando se fundó la Policía Nacional Civil para cuidar de la seguridad ciudadana, una porción de sus integrantes se formó con exmilitares, otra con exguerrilleros y otra con civiles no pertenecientes a ninguno de esos dos bandos. Para todas esas personas hubo una institución que les garantizó empleo digno, salario bueno, condiciones y estabilidad laborales y, sobre todo, respeto y reconocimiento social.
Sin embargo, no pocos decidieron irse del país y buscar el fatídico “sueño americano”, sin visa ni pasaporte. Algunos lo consiguieron, muchos no.
De los que fracasaron en el camino, algunos escogieron-pienso que en su desesperación por sobrevivir- dedicarse a asaltar a otros migrantes en las veredas de Guatemala y México.
Pronto fue conocida la presencia de asaltantes salvadoreños en las rutas de los migrantes, y siempre se dijo que eran ex combatientes de la recién finalizada guerra civil de El Salvador.
Tiempo después se supo que unos soldados desertores del ejército mexicano habían creado una organización criminal a la que denominaron los Zetas, cuya principal característica era la atrocidad con la que se ensañaban contra sus víctimas: torturas, decapitaciones, desmembramiento, incineración, disolución de los cuerpos en sustancias corrosivas, por ejemplo.
Trascendió la versión de que aquella saña demencial era producto de la escuela de los escuadrones de la muerte salvadoreños que habían sido contratados como asesores por los Zetas.
De aquellos tiempos iniciales a estas fechas, mucha agua ha corrido bajo los puentes.
Algunos ex soldados que no se fueron del país y formaron parte de las fuerzas de la Policía Nacional Civil tuvieron ascensos dentro de la institución mientras servían como protectores de las bandas de narcotraficantes; otros ex militares que tampoco se fueron del país organizaron bandas de secuestradores y sicarios que vendían sus servicios criminales para eliminarle competidores nacionales y extranjeros a los grupos de narcos locales; los que ingresaron a las filas policiales operaban ensuciando las escenas del crimen para que sus colegas de investigaciones nunca dieran con los culpables.
Finalmente, después de veinte años, ambos grupos pasaron a formar parte de las altas estructuras policiales y de la sociedad política y, desde esos trampolines, se les abrieron las puertas de acceso a las salas donde una reducidísima fracción de la sociedad salvadoreña decide los destinos de la gente común.
Esos exmilitares pasaron a ser las piezas claves del tinglado con el que los poderosos ejercen su control sobre los descartables, los inconformes, los que no tienen quien, por ellos, ni perro que les ladre, como sindicalistas, ecologistas, militantes del movimiento popular y social o políticos de la oposición.
Hoy, cuando ya el crimen organizado ha irrumpido y ocupado por completo todos los espacios del poder político y es dueño de todos los ámbitos del poder judicial y carcelario, y está con las manos libres para abrirse paso sin resistencia en cada centímetro del ámbito económico, aquellas fichas menores del ajedrez del control social pasaron al cajón de los descartables.
Eran demasiado poderosos por la cantidad y la calidad de la información que reunieron desde que la guerra civil terminó hasta 2024. Tenían que ser convertidos en leyendas urbanas, inútiles como testigos para el Departamento de Justicia de los Estados Unidos y sus tribunales neoyorquinos.
Sus extrañas muertes violentas nunca serán aclaradas. Como decían los jueces antiguos “muerto el perro, se acabó la rabia”. Caso cerrado
EL SALVADOR, CASO CERRADO.
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