Significarse

En la mili aprendió definitivamente el sentido de la expresión pasar desapercibido. Se trataba de una combinación de actitudes y de comportamientos que se traducían en que jamás había que dar un paso al frente el primero ni hablar en la cantina de algo diferente al fútbol o sobre mujeres.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


T ampoco jamás se debía preguntar en las escasas clases que de vez en cuando se impartían sobre ordenanzas y estrategia militar, buen comportamiento, así como sobre valores patrios y religiosos. De algún modo, había cierta coherencia con lo que había conocido en su casa donde no solo había temas que no se debían sacar en la mesa sino que además frente a ciertos vecinos había asuntos sobre los que convenía imponer el silencio y mucho menos dar pistas sobre las conversaciones que se tenían en el hogar.

Cuando empezó a salir con la novia de toda su vida muchas de aquellas barreras fueron desapareciendo poco a poco al alimón del proceso similar que ella vivía. Pudo expresar dudas que siempre tuvo; emitir juicios que persistentemente le rondaron la cabeza, pero que supo reprimir; arriesgar opiniones inciertas en busca de su sanción o de su reprobación; en fin, definirse políticamente aunque fuera en su círculo más próximo cuando las primeras elecciones lo llamaron a las urnas. Los tiempos habían ido cambiando y todo aquello había sufrido una rápida normalización hasta convertirse en el pan nuestro de cada día. Supo entonces, aunque nunca lo valoró explícitamente ni tomó cabal conciencia de la grandeza de su significado, lo que era el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción, como rezaba la Constitución de su país.

En el trabajo o en el círculo social en el que se movía las discusiones eran frecuentes en las pausas a media mañana o durante el tapeo de los fines de semana. Cada uno mostraba sus posiciones que con frecuencia eran cambiantes. A veces el fragor de la discusión contrastaba con la levedad exhibida la jornada anterior. Unos llevaban un sambenito en función de sus posiciones que asumían con naturalidad, otros, más callados, asentían o reprobaban con tímidas muecas, pero su actitud no traducía malestar alguno ni constituía un reproche o una sanción al contexto en el que se movían. Los años fueron pasando. Su hija mayor una vez que terminó sus estudios decidió seguir la carrera universitaria. La docencia superior y la investigación constituían para ella una arena en la que veía desplegarse su vocación.

Hace pocos días aprovechando el periodo vacacional navideño padre e hija tuvieron la oportunidad de encontrarse para dar un paseo en uno de los parques de la ciudad que bordea al río. Era una de esas maravillosas mañanas invernales en las que cuando el sol está en su esplendor la vida pareciera tener un sentido de trascendencia inequívoco. Hablaron del último artículo que ella había publicado, de la artrosis que él padecía y tanto le incomodaba, de las dificultades de conectar con las nuevas generaciones de estudiantes, más dispersos, menos atentos, quizá más diestros en todo lo relativo a la revolución digital. Abordaron las políticas públicas cicateras para con la educación. El parque bullía de actividad aquel último sábado del año. Fue entonces, al dar la vuelta para regresar, cuando ella, con el ceño fruncido, le dijo que necesitaba contarle lo que le había sucedido hacía unos días tras encontrarse con un viejo conocido de la universidad.

“No es un asunto personal, o quizá sí, pero recuerda lo que pasó en la primavera cuando unas elecciones anticipadas -y apresuradas-, sin saberse a ciencia cierta por qué, auparon al frente de la Universidad a alguien de dudosas credenciales académicas y éticas. Tuvo el apoyo de la mayoría del electorado en un proceso en el que casi la mitad del censo constituido por el profesorado decidió no participar. La toma del poder administrativo supuso el reparto de cargos, prebendas y favores entre los conmilitones del ganador. La gran mayoría miró para otro lado y optó por continuar con su labor cotidiana. Muchos decían que era una cuestión menor y que los intereses de la universidad debían prevalecer por encima de todo sin entrar en politiquerías de baja estopa”. Según avanzaba en su relato el padre percibió en ella cierta amargura.

“La semana pasada -prosiguió- me encontré con un colega al que las autoridades universitarias acababan de encargar una tarea de representación en el ámbito de su especialidad. Un poco azorada lo conminé sin excesivo énfasis a que me explicara por qué había aceptado colaborar en una situación tan tristemente podrida. Ante mi sorpresa me contestó con un término que una vez, papá, escuché de tus labios a propósito de un pasado turbio del que no hablamos lo suficiente. Mi compañero me dijo que en estas circunstancias lo mejor era no significarse. Una práctica generalizada que él veía cada vez más expedita por el bien de todos y de la institución primero. Te prometo que aturdida no supe qué contestar. Tras un breve silencio nos despedimos deseándonos unas felices fiestas”. Concluyó.

Caminan en silencio. Significarse. Había pasado mucho tiempo. ¿A quién le importa? Él sigue las noticias con fruición. Sabe que el mundo está cambiando mucho hacia formas que no entiende, que la verdad hace tiempo que ha dejado de ser un valor. Los hechos alternativos, sus relatos, se han convertido en la guía que conduce la acción. No es que la gente tenga miedo, lo que ocurre es que la soflama del sálvese quien pueda está triunfando. Por eso escucha que es mejor echarse a un lado, no dar la cara, no exigir responsabilidades, pasar. Asumir que, incluso en la misma universidad, el poder es de los osados, de los nuevos caudillos que no les tiembla la voz, inescrupulosos, ambiciosos, capaces de manejar una corte de los milagros que sí se significa porque sabe que haciéndolo de ellos es el reino de los cielos. Supuestamente.

*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)

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