Futuro envenenado

Condena ambiental irreversible. La codicia sobrepasa la razón.


Por: Miguel A. Saavedra


E n un país pequeño, densamente poblado y con ecosistemas interconectados, la reciente aprobación de la explotación minera en El Salvador no es solo un ataque contra la naturaleza; es un manifiesto de desprecio por la vida humana. El presidente asegura que Dios le ha entregado los secretos del rey Salomón, prometiendo riquezas ocultas bajo el suelo. Sin embargo, este «regalo» legislativo es un pacto con la devastación: una sentencia de muerte que afectará a generaciones actuales y futuras.
El precio del oro maldito; ríos de cianuro, muerte del Río Lempa y un futuro envenenado.
La maquinaria legislativa aplastante, ha aprobado el uso de cianuro y otros químicos altamente tóxicos. Este proceso no es un juego limpio: no se extraen los metales con imanes mágicos ni se filtran impurezas con métodos inocuos. La minería moderna utiliza procesos brutales que implican la demolición de montañas, el tamizaje de materiales y la aplicación masiva de sustancias químicas que contaminan todo a su paso. Lo que prometen como «desarrollo» es, en realidad, una condena ambiental irreversible.
Comparando infiernos: de El Salvador a Potosí y Minas Gerais.
La historia de Potosí en Bolivia y el reciente desastre de la represa en Minas Gerais, Brasil, son advertencias claras de lo que ocurre cuando la codicia sobrepasa la razón. En Potosí, siglos de extracción de plata enriquecieron a colonizadores mientras devastaban a las comunidades indígenas y dejaban tras de sí montañas desoladas. En Minas Gerais, la ruptura de una represa minera en 2019 liberó un torrente de lodo tóxico que mató a cientos de personas, envenenó ríos y destruyó ecosistemas enteros.
El Salvador, un país de apenas 20,000 kilómetros cuadrados, está al borde de un desastre ambiental de similar magnitud. Aquí, no hay espacio para el error: cualquier contaminación se extenderá rápidamente, envenenando aguas, suelos y vidas humanas en un ciclo de muerte que tardará siglos en revertirse.
La herencia de la destrucción.
Cuando la maquinaria minera termine su faena, lo que quedará no será riqueza ni prosperidad. Quedará contaminación, suelos muertos, ríos envenenados y comunidades atrapadas en la pobreza y las enfermedades. Los dueños del capital minero se llevarán el oro; el pueblo salvadoreño heredará un páramo inhabitable. Este ciclo de extracción y abandono no es nuevo, pero el nivel de cinismo con el que se presenta como un «progreso» sí es digno de análisis.
La propaganda y el sueño roto.
Como los cazadores de la selva, que emboscan a animales débiles, enfermos o confundidos, el régimen utiliza una propaganda masiva y sofisticada para adormecer a la población. Pero el pueblo salvadoreño no es débil ni enfermo y mucho menos tonto; está temporalmente aturdido por las narrativas del régimen. En algún momento, la realidad de la destrucción será imposible de ocultar bajo los eslóganes y las promesas vacías. El despertar será doloroso, pero necesario.
La respuesta social que se avecina, visos de otro ciclo violento.
La historia de El Salvador y de otros países en América Latina está llena de ejemplos donde las decisiones de gobiernos insensibles han detonado reacciones sociales inesperadas y contundentes. La aprobación de la explotación minera no será la excepción. Cuando una ley prioriza las riquezas materiales sobre la vida misma, no puede sorprender que las comunidades afectadas se levanten en defensa de sus derechos, de sus tierras y de su futuro.
El pueblo salvadoreño, históricamente resiliente y combativo, no es ajeno a la lucha contra las injusticias. Desde las revueltas campesinas del siglo pasado hasta las más recientes movilizaciones por causas ambientales, la memoria colectiva recuerda bien que la resistencia es una herramienta poderosa frente a la opresión.
Las consecuencias sociales de esta ley no serán un accidente, sino el resultado directo de sembrar políticas que destruyen el tejido social y natural del país. Las comunidades no permanecerán pasivas cuando los ríos se conviertan en veneno, los suelos en desiertos y la salud de las personas en moneda de cambio por un puñado de oro.
A quienes han aprobado este proyecto destructivo, les corresponde entender que el costo de sus decisiones no solo se medirá en términos de contaminación ambiental, sino también en términos de inestabilidad social, protestas masivas y posibles conflictos que ellos mismos habrán provocado.
Como dice el viejo adagio: «Quien siembra vientos, cosecha tormentas.» Y cuando estas tormentas lleguen, no habrá propaganda que pueda ocultar el clamor de un pueblo decidido a defender lo que le pertenece.
El Salvador no puede permitirse este tipo de desarrollo extractivo. Porque cuando las montañas sean polvo y los ríos sean veneno, ya no habrá futuro que rescatar.
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