Por: Enrique Fernández
Ahí están los Dioses del poder y del dinero,
fanfarrones que usurpan el trono divino,
adoran al becerro de oro, su único destino.
Su egolatría, un monstruo de mil cabezas,
crece sin límites, cual tumor sin recesas.
Se creen emperadores, dioses terrenales,
justificando medios con fines carnales.
Adulados y seguidos por masas ciegas,
neofascistas que entonan cantos de sirenas,
sus promesas, un veneno que adormece las mentes.
Dioses del poder y del oro,
se alzan altivos, proclamando en su soberbia
seguir los designios divinos en la tierra,
más en secreto rinden culto al becerro brillante,
reflejo de su propio ego,
imagen de su megalomanía sin freno.
Con el gesto de emperadores de un pasado distante,
genio y figura de una Roma que nunca muere,
justifican los medios con actos desmedidos.
Aduladores les cantan como sirenas en mares oscuros,
su mensaje resuena,
y los pueblos, en espera eterna, sucumben al olvido.
Para ellos, lo suficiente jamás es suficiente.
Cuando alcanzan el poder total,
se creen con derecho divino,
un cheque en blanco firmado por la ambición.
Se adueñan de los centros,
aceleran el ritmo de sus ansias:
terrenos, fincas, casas de lujo,
dominan bajo su burbuja de cristal inmobiliario.
Invierten en playas,
se asocian con los titanes de la economía digital,
comparten mesa con los capos del sistema,
y no queda espacio ni rincón intacto por su avidez.
El país se disuelve entre sus dedos,
la riqueza escapa como el humo de un fuego insaciable.
Tal vez, cuando el pueblo despierte,
cuando los espejitos rotos reflejen realidades amargas,
será tarde,
como para Moctezuma,
como para el rey Inca.
Sólo quedarán promesas vacías,
y el eco de un país que fue,
perdido en su propia vorágine.