Leo en una entrevista a Paolo Sorrentino, el director italiano cuya película La juventud, más que Il Divo o La gran belleza, sigue fascinándome, que a los 54 años empieza a ver que, con el tiempo, ciertos aspectos de la vida se reducen: la capacidad de sorprenderse, algunas pasiones, el deseo… Cierro los ojos y estoy en Nueva Orleans cuando más o menos tenía la edad que él tiene ahora.
Un tranvía circula sobre los raíles de una calle por la que camino dando un paseo. Sobre el letrero frontal señala que se dirige al barrio del Deseo (Desire). Es el mismo que dio título a la película de 1951 protagonizada por Vivien Leigh y Marlon Brando basada en la obra de Tennessee Williams Un tranvía llamado deseo. El nombre del barrio se mimetiza con la turbulencia de la historia que encarnan los protagonistas. El deseo como impulso vital, como metáfora de un destino. Su desaparición es el umbral del final. La estación término. Llevo tiempo en que estoy en ello.
Formula un deseo. Le dice su amiga mientras tapa sus ojos con sus manos tras haber encendido una vela que deberá apagarla seguidamente. Sienten que pueden alcanzarlo todo. Su adolescencia es un trampolín hacia el futuro. No importa que sea un juego, ni que la inocencia todavía impregne sus vidas, detrás hay un profundo sentido de realidad, de abrazar una quimera que lo transforme todo. Querer cambiar aquello que disgusta, alcanzar lo que vieron renunciar a sus padres, ansiar lo que intuyen que les está vedado. No lo habían hecho antes. Es su epifanía y el momento que suponen que quizá sea fundacional en sus vidas. No entienden de trabas, ni de restricciones. Tampoco saben del peso de las condiciones de su entorno, de los legados familiares, de las ataduras sociales, del azar. El deseo como un apetito insaciable, como la fuerza de la voluntad, como el sueño que no es tal porque es alcanzable.
¿Ambición o sed de justicia? ¿Codicia o alumbramiento de la esperanza? El deseo como una propuesta a la vez que una ensoñación no siendo en esta ocasión de carácter individual sino colectivo. “I have a dream”, recitó Martin L. King desde la tribuna. Un programa de vida pública para movilizar a las masas segregadas. Luego mancillaron su ilusión y arrastraron su cadáver aunque no lograron que dejara de ser eterno. ¿Era aquel deseo un buen propósito? Sus enemigos tergiversaron todo y trajeron a colación el dicho de que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Ya entonces estaba vigente el uso de las denominadas verdades alternativas que adulteraban la realidad.
Tus deseos son órdenes afirmó el amante ante la demanda de su amada. Por ello cabalgaron en la noche hasta alcanzar la ciudad amurallada. Habían puesto todo su empeño en ello y ahora frente al portón cerrado trenzaban una nueva pretensión para que antes del amanecer se encontraran intramuros. Todo era cuestión de quererlo, de concitar la pasión que sentían que se había desvanecido en los últimos instantes. De insistir ante los sitiados que su misión era de buena fe, que su afán era compartido con sus anhelos y que el deseo simultáneo abría todas las puertas sin contraparte. Ella sonrió de gozo. La gran pantalla anunció el final de la película advirtiendo al público que la magia había concluido.
No pidas un deseo por si resulta cumplido, dice el dicho popular. ¿Por qué ese guiño pesimista acerca de la naturaleza humana y su incapacidad para alcanzar quimeras? ¿Es una forma de cauterizar una supuesta manía perniciosa, una desaforada ambición que requiere ser domesticada? Ella nunca tuvo claro si sus aspiraciones coincidían con los deseos que sus padres habían puesto en la educación que le habían facilitado. Al fin y al cabo las primeras las situaba en la escalera conformada por peldaños que mezclaban derechos claros y el devenir natural de las cosas mientras que los segundos eran puros desvaríos. Terminar la carrera, hacer una oposición y tener una vida holgada era algo muy diferente a pretender que diera el salto a una clase social que no era la suya y menos si el trampolín para ello era el matrimonio con el vástago de la legendaria estirpe local. ¿No se daban cuenta sus padres que los tiempos eran otros? ¿No eran conscientes de que la meritocracia suponía la nueva fuerza del cambio? ¿Por qué desear algo cuya justificación tenía su asiento en la noche de los tiempos?
La chimenea ardía generando un clima de confort en la sala que disipaba el frío todavía adherido a su cuerpo tras la caminata vespertina. La soledad era brutal y a la vez luminosa logrando que la mente estuviera durante un momento en blanco. Acuciado por ese vacío que poco a poco iba entrando en calor comenzó a pensar en aquella mujer que había acompañado sus desvelos a pesar de su permanente ausencia. La propia imaginación llenaba el cuarto gracias a que el deseo que lentamente estaba surgiendo cobraba una forma insólita como hacía tiempo que no había sentido. Conjeturó viajes juntos, paseos trenzados de la mano, charlas sin descanso. Compartir sueños, sufrir las mismas penurias, gozar del arribo a buen puerto de proyectos comunes. Miró de soslayo a las brasas de las que fulguraban llamas mortecinas. No había más leña en el cesto, tampoco sabía si quedaría en la leñera. Impotente se negó a fijar su vista en el hogar ya que era consciente de que aquel instante mágico, como en otras ocasiones pasadas, se desvanecería en un rato. El deseo pasaría a ser un mero recuerdo.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)