Me quedo contigo

Escucho en una conversación entre amigos que alguien dice que solo hay dos formas de viajar: como turista y como emigrante. Es posible que sea así llevando las cosas a la simplificación máxima pues pienso en los peregrinos o en los viajantes de comercio, dos ejemplos que casan difícilmente en sendas categorías.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


P or otra parte, ambos términos admiten muchos matices. Seguramente, el turista es el viajero banal mientras que emigrante es aquel que busca en otro lugar su nueva residencia o un espacio para sobrevivir. Los motivos que impulsan a ambos son muy variados entrando de lleno la subjetividad humana. Hay montones de sensaciones e impulsos que los envuelven: desde el miedo a la búsqueda de la felicidad; desde huir de la abulia a escapar de la pobreza; desde satisfacer una ambición personal hasta dejarse llevar por los demás. ¿Qué decir de la duración del periplo? El emigrante temporero no tiene nada que ver con quien tomó una decisión de por vida.

Hoy, viajar y estas dos formas vicarias, parecieran estar en dos de los escenarios más disruptivos que asolan a la humanidad siendo objeto de preocupación general. El turismo, que para muchas sociedades es una tabla de salvación en su precario desarrollo económico, por cuanto que supone la llegada de inversiones y la creación de puestos de trabajo para atender a las oleadas de viajeros, es anatema en otros lugares en los que la masificación supone que se vean invadidos modificando su estilo de convivencia e incluso que sus vecinos sean expulsados. Además, la explosión de problemas vinculados con la degradación medioambiental, la propia insostenibilidad de los viajes, el incremento del consumo de estupefacientes y unas economías excesivamente dependientes de una industria con muy bajo valor añadido cuestionan su milagrosa bonanza.

La emigración, siempre presente bajo distintas formas en la historia de la humanidad, es un azote en la actualidad de un planeta que supera los 8 mil millones de habitantes. Los conflictos armados, la ineficacia política y económica, y los desastres naturales están en el origen de su expansión incontrolada. Los flujos son de tal naturaleza que terminan siendo manejados por una floreciente economía del tráfico de personas que exacerba aún más un fenómeno que en la gran mayoría de los casos resulta traumático. La respuesta en los países receptores en muchas ocasiones suscita nuevos patrones de articulación política en torno a identidades vernáculas que se sienten amenazadas. Nada importa que el desbalance demográfico como consecuencia de su envejecimiento y de la bajísima tasa de natalidad sea un motivo pragmático para facilitar la aceptación de las oleadas migrantes.

Entiendo que en ambos casos subyace una pulsión donde el margen de deliberación juega un papel determinante. Quien viaja por turismo o lo hace como emigrante ¿lo ha decidido libremente? Pareciera clara la respuesta afirmativa para los primeros, fuera del atavismo que conllevan las modas, mientras que en los segundos su capacidad de elección es menos obvia por no decir nula. Las pulsiones desesperanzadoras pueden ser tan altas para estos que la salida de su lugar de origen es imperiosa. Apenas puede quedar margen, si acaso, con respecto a la elección del destino y, en algunos casos, a la duración de la estancia. La libertad para elegir es un asunto clásico en la teoría económica y un postulado básico en la teoría de juegos donde la oportunidad y la autonomía constituyen los dos elementos básicos que subyacen a la hora de que un individuo realice una acción sin restricciones de terceras partes. Fue también el título de un libro superventas en 1980 de Milton y Rose D. Friedman que además constituyó el soporte argumental de una exitosa serie televisiva.

El grupo musical de Los Chunguitos dio el título “Me quedo contigo” a la canción estelar de la banda sonora de la película Deprisa, deprisa de Carlos Saura. En ella había un gran condicionante que articulaba toda la letra que rezaba: “si me das a elegir”. Los distintos escenarios que pudieran darse en los diferentes siguientes dependían de que se cumpliese esa premisa. No viajar, permanecer en el sitio, se supeditaría a que tuviera una opción de elegir que alguien brindara previamente. Más aún, no salir y quedarse contigo presuponía que hubiera una puerta explícitamente abierta, una invitación que a guisa de señuelo suprimiera la callada por respuesta. Si me das a elegir. No se trataba de que hicieras lo que quisieras, sino que tomaras la decisión al amparo de saber que existía la posibilidad de la elección. Al final, quedarte a su lado era la culminación de las expectativas que inhibían cualquier veleidad de huida. Era la aceptación de que el viaje había concluido eliminándose toda opción de salida.

Finge estar atribulada. Lleva unas semanas inquieta, azorada. La última vez que decidió quedarse con alguien fue un desastre. Se sintió turista en un parque temático que resultó no solo ser ajeno sino alienante. Pensó que era una migrante transterrada sin capacidad alguna de disponer no solo de su destino sino de cada instante cotidiano. Ahora vuelve a repetirse una historia similar. Tiende a creer que no es una farsa, pero su histrionismo le lleva a mostrarse mustia. Después de la última velada las dos palabras que escuchó no le sorprendieron, pero le disgustaron su tono: “¡Quédate conmigo!” Calló. No había elección, constituía casi un exabrupto imperativo. En cierto momento había pensado que era lo que deseaba oír envueltas en aquella voz tan seductora. Sin embargo, ahora siente que para quedarse necesita un margen mínimo de libertad que no percibe. Desearía poder decir parafraseando a la canción “si me das a elegir me quedo contigo”, pero esa fórmula no aparece en el libreto de su vida. Una vez más se quedará sola.

*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)

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