De la represión y la auto represión
Es denigrante, vergonzoso, lesivo de la autopercepción y del amor propio, que a uno se le considere menos digno que a los animales y se le trate sin ninguna consideración.
Por: Toño Nerio
El daño para la salud mental de alguien que es maltratado sistemáticamente y sometido a un ambiente de miedo permanente, puede ser de consecuencias que van desde leves hasta graves, según la contextura de cada quien, y de los factores de protección o de riesgo que lo rodean en la vida.
Los testimonios del abuso en contra de las personas por parte de las autoridades gubernamentales de toda laya y de todo nivel, son múltiples y de toda índole. Van desde la negación de justicia, salud o educación, hasta la persecución, detención arbitraria y desaparición y muerte de los que sufren la horrible suerte de caer en las garras de mujeres y hombres armados que actúan bajo las órdenes del autócrata que se ha erigido en primer monarca del país.
Las secuelas en la salud mental de la población desprotegida, la más pobre y con menos relaciones para defenderse, serán heridas abiertas tan profundas que van a requerir de un proceso de restauración prolongado y ejecutado con profesionalismo riguroso… o, por el contrario, una necesidad generalizada de venganza que será descargada sobre quien sea bajo la convicción de que “no importa quién me la hizo, sino quien me la pague.”
Justamente esas fueron las consecuencias directas de la impunidad, el cinismo, la ausencia de justicia restaurativa y, especialmente, el abandono en que quedaron todas las víctimas y familiares de las victimas del anterior conflicto armado en que estuvo sumergida la sociedad salvadoreña, casi a finales del siglo XX.
De esa manera, sometidos cotidianamente a esa realidad, la mayoría de la gente humilde ha aprendido firmemente que hay que rascarse con las propias uñas, porque ninguna persona o institución va a hacer nada por su redención. Agachar la cabeza es una eficaz estrategia de defensa. Hacerse el occiso funciona para evitarse problemas.
“Si no trabajo, no como”, es la creencia general. Y la mayoría ha sido educada para creer que “todos los políticos son iguales” y de que no hay que poner las esperanzas en la política, porque “solo dios sabe lo que hace y él tiene un plan que es inalterable para cada uno de los nosotros” y nada que hagamos va a cambiar las cosas.
La prepotencia y la impunidad han generado una especie de “cascara” de desafecto hacia los demás, de desinterés por su suerte, que solo se supera excepcionalmente ante un evento de desastre que conmociona a todos porque afecta todas sus vidas.
La solidaridad que se observa tras los desastres naturales, inundaciones, sismos y deslaves de los cerros que arrasan las casitas, no aparece cuando el desastre lo provoca la represión gubernamental. Cuando el gobierno reprime a los que reclaman sus derechos y libertades, los otros dicen “algo habrán hecho, por eso les paso lo que les hicieron.”
Ese comportamiento inconmovible, incapaz de mostrar misericordia, de total indiferencia frente al dolor y de completa insensibilidad ante el sufrimiento de los otros pobres no es para nada algo nuevo, y es igual en las casas de los cortesanos y los palacios de la realeza que en las barriadas de los menesterosos.
Es la secuela, a nivel de la conciencia, del desprecio por la vida del prójimo manifestado por el cazador de seres humanos que trasladaba a sus víctimas, hacinadas sobre tablas atestadas de orines y mierda, para transar a las personas sobrevivientes en un mercado donde los esclavistas las compraban cual animales.
Esa actitud despectiva de inaudita crueldad es la misma que han mantenido secularmente inalterable las clases dominantes como arma para detentar el poder. Y esa conducta atroz es la condición esencial para adquirir cada vez mayores riquezas.
Y se ha transferido a toda la sociedad de manera generalizada –como parte de la ideología, es decir, del sistema de creencias- que justifica y legitima la diferencia de clases como obra de la voluntad justiciera de la divinidad. De los ricos se dice comúnmente, por eso, que “son de buena familia”, de los pobres, que “son malvivientes”; de donde se colige sin duda que los primeros son honorables y los segundos “de malas costumbres” pues toda resolución divina es infalible e indiscutible.
Pero para cuando flaquean las verdades impuestas desde los centros de poder, siempre se cuenta con fusiles y balas de carácter rotundamente convincente, operados por hombres y mujeres debidamente entrenados para obedecer ciegamente a sus amos.
Para ello es requisito inicial indispensable destruir en esas personas todo atisbo de humanidad. Y crear una sensación de poder en el espíritu de esos miserables a los que se les encomienda la misión represiva en contra de cualquier acción o palabra de protesta.
Como a los perros de Pavlov se les genera a esas falsas “autoridades” el condicionamiento clásico mediante un modelo de estímulo-respuesta (aprendizaje por asociaciones) que comienza por proporcionarle un empleo seguro permanente y un salario superior a personas que de otra forma no los tendrían, manos libres para actuar a su antojo, y otorgándoles la seguridad de que sus arbitrariedades gozarán de la más absoluta impunidad y de que se les protegerá a toda costa a cambio de que a su vez protejan a toda costa a sus superiores.
La represión y la auto represión van de la mano, se retroalimentan y fortalecen en una especie de simbiosis, de cuya mezcla resulta la gobernabilidad.
En ese contexto solo unos cuantos individuos y grupos reducidos pueden permanecer firmes en sus valores de verdad y justicia, invulnerables, valientes, bajo la constante presencia del terrorismo de estado y de la cobarde complicidad consentidora de los pobres que creen conservarse inmunes e impermeables únicamente con voltear hacia otra parte y hacer como si la virgencita les habla.
En una sociedad como la salvadoreña, en la que la economía ha caído de la cresta del crecimiento al valle profundo de la onda que transita cíclicamente, y permanece en ese fondo por lo menos estancada, el volumen de la riqueza, lejos de aumentar, disminuye.
No obstante, en la medida que decrece el monto de los recursos disponibles, a alguien se le tienen que recortar sus satisfactores para dirigir el monto liberado hacia el sector prioritario en el plan del gobierno.
No puede ser de otra manera porque el tamaño de las porciones de pastel que se reparten en una sociedad de clases siempre depende de cuál es la clase dominante.
En El Salvador, desde su origen hace doscientos años, la oligarquía se ha apropiado de la tajada de león y las sobras se las han repartido sus servidores y solo después de ese reparto es que algunas migajas terminan cayendo de la mesa al suelo, donde vive la mayoría de la gente.
Roque Dalton no era un científico sino un poeta, pero hace más de medio siglo escribió su Monografía El Salvador en la que describía las características de la población, la concentración de la riqueza, los nombres de los señorones de la tierra, la industria, las finanzas y de todo lo que genera riqueza, incluyendo las vidas de los colonos de sus haciendas, las de los obreros de sus fábricas y las de los empleados de sus bancos.
Cada vez que un nuevo militar o político poderoso -aspirante a nuevo rico- quiere entrar al círculo plutocrático de los verdaderamente poderosos señorones dueños de todo, el exclusivo club de los integrantes de la oligarquía criolla, de algún lugar tiene que salir la riqueza que el ambicioso debe atesorar para reclamar su puesto. Y, obviamente, no puede arrebatarla saqueando los cofres del tesoro de los viejos piratas. Al único que puede esquilmar es al pobre de siempre, al Juan Pueblo.
Como en las viejas historias románticas de caballeros y ladrones que robaban a ladrones como Robin Hood, en la feudal Bretaña de hace mil cien años, los miserables reyezuelos de pacotilla esquilmaban a los trabajadores urbanos y rurales, artesanos y campesinos, comerciantes y transportistas, y hasta a los curas y monjas, para financiarse los ejércitos que les incrementaban el poder. Y todo mundo se arrodillaba ante la representación del poder divino en la tierra, porque se creía que era la voluntad de dios que ese ladrón fuera el monarca… y cumplían sin rechistar sus exigencias.
Así fue la historia de abuso, arbitrariedad e impunidad hasta que al rey Juan I de Inglaterra se le rebelaron veinticinco barones que le impusieron la Carta Magna que redactó Stephen Langton, el arzobispo de Canterbury.
Juan el canalla todopoderoso pasó a la historia como Juan Sin Tierra, de trinquetero y mezquino pasó a ser tan solo un derrotado militar, rey muerto de diarrea.
La represión y la auto represión duran hasta que unos pocos valientes levantan la frente y se deciden a recuperar la dignidad.