¿EDUCACIÓN LAICA O RELIGIOSA? (TODO LO CONTRARIO, O NADA DE ESO).

Por: MIGUEL BLANDINO.
Dos semanas después del inicio de clases en El Salvador, visité una escuela del sistema de educación pública del Ministerio de Educación del gobierno salvadoreño. Mi visita fue motivada en buena medida por la preocupación que existe entre gran parte de la población de mi país, por los recortes en el presupuesto general de la Nación a todos los rubros de inversión en desarrollo: educación, salud, agricultura, infraestructura, formación profesional y técnica, Universidad de El Salvador, etc.
Quitar presupuesto al rubro de educación pública para incrementar el presupuesto militar es un conflicto ético en cualquier parte, pero más aún en un país pobre que necesita preparar a su gente para que esté capacitada para ingresar a un mercado laboral que demanda cada día más muchas nuevas habilidades y muchos nuevos conocimientos a los aspirantes a una plaza de trabajo con buenos salarios y mejores prestaciones y condiciones laborales.
Pero la preocupación general no va por esa línea ética, filosófica ni nada por el estilo.
En verdad son muchas las personas a las que les afligen estas cuestiones de la reducción presupuestal para la cartera de educación pública, pero no son -ni con mucho- en una proporción que ponga en aprietos al monarca milenial ni siquiera una crítica a la manera en que se invierte el presupuesto general del Estado. Nada de eso.
La preocupación existe, sí, y es una buena parte de la población, pero tampoco es que sea de la mayoría de la gente.
Y, aún en el caso de quienes tienen esa inquietud, lo suyo tiene que ver más con el recorte presupuestal en sí, a nivel de la plantilla docente, en tanto trabajadores que van al desahucio y sus familias que pierden una fuente de ingresos, por un lado; y, por el otro, les aflige el cierre de escuelas, pero no por lo que son y sus fines formativos, sino por lo significan para un buen número de familias: un lugar donde guardar a sus criaturitas durante varias horas -o sea, literalmente una guardería- mientras los adultos se rebuscan por la comida.
Es decir, se ve el problema de la política educativa gubernamental en cuanto a su aspecto más individual, el impacto económico, a nivel micro, al mínimo nivel, en lugar de verlo y desmenuzarlo en sus consecuencias sociales, culturales, políticas e ideológicas.
Por su parte, la mayoría de los que buscan dar explicaciones y las expresan, se limitan a repetir la trillada idea que es difundida a través de los canales oficiales y por los canales oficiosos -a sueldo o no- que hacen eco de frases simples: a esos viejos maestros corruptos les quitaron el trabajo porque ya cumplieron el número de cotizaciones para su retiro profesional de ley; o bien, les quitaron el trabajo porque ya cumplieron la edad mínima para el retiro y deben dejar de ocupar una plaza que debe llenar un profesional joven; y también, les quitaron la plaza por corruptos y deberían agradecer que no los meten presos; y hasta que les quitaron la plaza porque son incapaces -¿sin evaluarlos?-; o que les quitaron la plaza porque eran cuota de los partidos que gobernaron en el pasado; y, ya por último, les quitaron la plaza porque “algo habrán hecho”.
Es decir, pura basura.
En cuanto al enorme problema de las innumerables escuelas que han sido cerradas de tajo, la gente que no sufre de modo directo el impacto del cierre se cree el discurso oficial que dice que la clausura se debe a la insuficiencia de la matrícula que justifique el mantenimiento de las aulas.
Se ve el problema en lo inmediato, antes que en las consecuencias de largo plazo -estratégicas- del abandono de la educación para el desarrollo por parte del gobierno nacional.
El asunto este es en realidad de donde se ponen los acentos, cuáles son las prioridades, el para qué de la administración pública actual de El Salvador, cuál es el país que se está construyendo, para quién, y, obviamente, qué cosa es descartable porque no contribuye al logro de la meta estratégica y quiénes son los desechables porque no es para ellos el proyecto en desarrollo ni contribuyen a enriquecerlo.
Aclaro esto porque no quiero pecar de exagerado ni de opositor extremista calenturiento -o, peor, superficial y ligero- a la hora de juzgar a los apoyadores del régimen político militar que se ha instalado.
Es un hecho que entre la mayor parte de la población, todas o casi todas las políticas gubernamentales gozan de una aprobación ciega, fanática, increíblemente libre de toda clase de crítica. Incluso en aquellas medidas que ponen en riesgo las libertades y vulneran los derechos de todos, como la seguridad jurídica, la salud y la vida, el régimen actuante goza de legitimación amplia, a pesar de la evidente ilegalidad e inconstitucionalidad de la permanencia en el poder por parte de la camarilla gobernante.
El apoyo a las políticas oficiales no resulta de que el gobierno todavía cuente con un respaldo masivo entre los que se afiliaron al partido en el momento de la recolección de firmas para solicitar su inscripción legal en el registro nacional de partidos políticos. Ni de que los que justifican al gobierno sean los mismos que acudieron a las urnas desde todas las direcciones para marcar con una X la casilla del partido que le servía de taxi al líder soñado y deseado. Ni siquiera de que la ceguera sea tan grande debida al odio o al miedo cerval hacia el pasado y sus representantes o de que la “deslumbrante” personalidad del líder obnubilara a casi todos a tal grado que les impide verlo en su tenebrosa naturaleza.
Ni siquiera de que todos los militantes de una determinada corriente ideológica, sea de derecha, de centro o de izquierda hubiesen llegado a la conclusión de que tenían que apoyar en masa los planteamientos del líder o su proyecto de nación, pues esas ideas llenaban sus expectativas, porque tal cosa nunca existió: jamás hubo una propuesta.
Nunca presentaron una propuesta política pública coherente y terminada, sino esloganes, frases simples carentes de contenido y desvinculadas del contexto real.
Eso sí, estimularon el odio y el resentimiento contra los gobiernos que en el pasado -por las razones que fuera- no pudieron o no quisieron mejorar sustancialmente las vidas de las inmensas mayorías ni crearon las condiciones para que ello fuera posible.
Atacaron con pura publicidad -verdadera maquinaria de propaganda- por el lado de las emociones y denigraron la razón y la descalificación de quienes proponían un debate sereno. Es más, se burlaron e hicieron mofa del debate profundo.
Pero es que a los poderosos no les interesa entrar a debatir y con ello darle un respetuoso espacio a los opositores sino ignorar, hacerle el vacío, a toda opinión divergente.
La miríada de temas que avientan como si de una atarraya se tratara tiene como finalidad enrarecer el ambiente, y para eso cuentan con un ejército de empleados al cual denominan “creadores de contenido”.
Con ellos generan nubes que distraen al auditorio de aquellos temas en los que tendría que estar fijando su atención toda la ciudadanía, pero no.
Esa ciudadanía está ocupada en el ruido.
Nadie pone atención a la silenciosa inundación de templos que son dirigidos por pastores y pastoras que crean rebaños sumisos, acríticos y obedientes, incapaces de cuestionar nada porque todo es obra de la voluntad de dios.
Ese trabajo silencioso, pertinaz y leve como una llovizna tranquila, moja lentamente y poco a poco penetra hasta el tuétano de la sociedad.
Un hombre o una mujer, literalmente cualquier desempleado, en la sala de su casa, crea una “iglesia” y funda un templo con media docena de sillas de plástico al que acuden tres, cinco, diez feligreses, familiares, amigos o vecinos: trabajo personalizado, suficiente para atender a cada uno hasta el fondo de sus cabezas.
Antes, las iglesias iban con una red enorme para captar masas, ejércitos de fieles. Hoy van como la guerrilla, en pequeños grupos.
Ya no se busca crear un templo enorme, donde reunir a diez mil seguidores. Ahora van por la conquista de diez mentes con cada uno de los diez mil pastores. De ese modo se abarca más y se llega más a fondo.
El resultado ha sido puesto en la evidencia de los datos del censo: ahora el catolicismo está en caída libre y las misiones evangelistas se multiplican tal y como se multiplican los hongos tras la primera humedad primaveral.
Pero esto no ha sido la obra de un ocurrente que hoy comienza algo y luego cambia de idea.
Es el trabajo sostenido, hecho con cuidado, constancia y respaldo financiero a lo largo de las décadas. Quizás desde el mismo momento en el que -en plena guerra fría- nació la Teología de la Liberación, acunada por un Concilio Vaticano y un encuentro de obispos de toda América Latina.
En esta nueva Guerra Fría, como en la anterior, la batalla ideológica por la conquista de las mentes es estratégica y la están ganando las fuerzas del enemigo de la humanidad.
Cuando estuve en la escuelita a la que visité hace unos días, y recorrí sus pasillos, mi alma se encogió: en el lugar que antes ocupaban pinturas del sagrado Escudo Nacional y el lábaro de la Patria, en las paredes donde estaban las imágenes de los próceres que nos legaron la República, hoy están escritas frases de alabanza a dios, como en remedo de la que preside el salón de sesiones de la Asamblea Legislativa y que dice “puesta nuestra fe en dios”, con la que los diputados sustituyeron el texto del artículo constitucional que reconoce y otorga el poder a la representación del pueblo encarnada en los legisladores.
Pero mayor fue mi desolación cuando a las siete de la mañana de ese lunes, reunidos en bloques por grado, los alumnos escucharon una arenga.
En mis tiempos y hasta hace muy pocos años, esa formación general servía a la dirección del centro educativo para dar información de tipo administrativo y, sobre todo, para enaltecer a la República, a la Patria, a la Nación y para cantar nuestra vocación de servirlas y con ello al pueblo del que somos parte.
Hoy, el subdirector ha sustituido al director, al que se le relega ora para lo administrativo ora para la representación oficial como figura decorativa.
El subdirector, una especie de comisario político, se encarga de arengar a las tiernas mentes con oraciones al Señor -ese personaje ingrávido- y al señor presidente.
Mi alma se encogió de frío, mi espíritu horrorizado voló hacia aquellas tierras medievales de Arabia Saudita y Marruecos. Imaginé la figura de un verdugo con todo y su enorme cimitarra castigando a los infieles, decapitándolos.
Me pregunté acerca de la laicicidad en la educación, de la libertad de culto en la sociedad, del derecho a tener o no una creencia, del derecho al disenso y a la libertad de pensamiento y de expresión de todas las ideas.
¡Horroroso! El sistema educativo público salvadoreño no es ni laico ni religioso, sino todo lo contrario: es una maquinaria de lavado de cerebro para sustentar al maldito enemigo del pueblo.
El minuto del odio de 1984 multiplicado por 30 minutos de odio al desobediente y alabanza al “gran hermano”, el mayor de los cuatro hermanos que encabezan la monarquía.
Siniestro panorama fue la visión que me proyectaron aquellas caritas formadas en filas, desde el más chiquito hasta el más grande.
Diabólico escenario premonitorio de un futuro dantesco con todos los infiernos en mi tierra.

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