DESPUÉS DE LA DESIDIA.

POR: MIGUEL BLANDINO.

Omar El Akkad es un periodista egipcio que al observar la actual desidia de los millones de seres humanos de todo este mundo -miles de millones que comparten el tiempo de sus vidas con el holocausto gazatí y callan impasibles-, dice con profunda amargura: “Un día, cuando sea seguro, cuando no haya ningún inconveniente personal en llamarlo como es, cuando sea demasiado tarde para responsabilizar a alguien, todos siempre habrán estado en contra de esto…”
Cierto. Los alemanes de hace casi noventa años, los contemporáneos de la kristallnacht, pasaron sin ver cómo arrastraban a los judíos; y callaron ante los minusválidos desaparecidos en los crematorios y los presos políticos fusilados; y se taparon sus bocas para no emitir una queja cuando las turbas nazis saqueaban las casas y los negocios de los comunistas y de los gitanos. El pueblo germano gritaba ¡mátenlos!
Después de la derrota a manos del Ejército Rojo los vi llorando de supuesto arrepentimiento en Sachsenhausen al recordar lo que ahí pasaba y que ellos aplaudían cuando estaban en la cumbre del poderío del reino milenario.
Milenario, sí, porque al igual que los milenials que oprimen al pueblo desde el gobierno salvadoreño, también ellos creyeron que su gloria era eterna y que los dioses les sonreían complacidos.
A esos a los que después de todos los crímenes les nace una conciencia súbita, también los he visto en otras partes.
Los he visto en Nicaragua, cuando el 19 de Julio de 1979 todos -hasta los orejas y colaboradores de Somoza- eran “sandinistas”; los llamábamos “sandinistas 19-20”, porque se cambiaron su amada camiseta de 45 años del somocismo, la de los liberales, por la rojinegra triunfante de los guerrilleros del Frente.
Claro, es que ya no era un buen negocio seguir adulando a Tacho, al dictador, besando el piso por el que transitaba la dictadura y repitiendo como corifeos los lemas propagandísticos de la prensa pagada y sus periodistas que alababan con admiración el orden y la seguridad que vivían los nicaragüenses, gracias a la represión indiscriminada y cruel de los sicarios uniformados de la guardia nacional y sus prisiones saturadas de gente pobre y sus cárceles clandestinas en las que torturaban a los críticos y opositores como Pedro, el Mártir de las Libertades Públicas.
Ya no era negocio y hasta era peligroso seguir siendo somocista.
Pedro Joaquín Chamorro escribió Los Somoza: una estirpe sangrienta el libro de su experiencia en las cárceles clandestinas del tirano.
Veinte años antes Salvador Cayetano Carpio había escrito Secuestro y capucha y varió años después, Ana Guadalupe Martínez escribió _Cárceles clandestinas de El Salvador _ y, como hoy, frente al genocidio en Gaza, la mayoría los miraba con desdén, con indiferencia, a ellos, los honestos, los limpios, los valientes que sin ninguna cobardía gritaban la verdad a los cuatro vientos.
Nadie les creía y, obvio, casi nadie tenía el valor de solidarizarse y de conmoverse con su sufrimiento. Hoy diríamos que no había empatía: aunque en realidad aquella conducta de comején (escuchar El Génesis según Virulo para darle contexto a la expresión) de las mayorías ha sido la misma a lo largo de toda la historia. Las mayorías sienten la compulsión por ir detrás del poderoso y del victorioso hasta que declina y cae.
Cuando se yergue el nuevo campeón, los viejos incrédulos van cantando las antiguas consignas de los que antes eran oprimidos y hoy son dominadores.
Así es hoy El Salvador bajo la Espada de Damocles de la minería.
Es que la propaganda dice que a la puerta de todas las casas va a llegar un mensajero con lingotes de oro para cada miembro de la familia y cada casa va a valer miles de millones de dólares solo por estar cerca de la mina.
Eso es así hoy y ha sido así siempre.
La mayoría apática y cobarde, acomodaticia, esa que mira hacia otro lado, la del laissez faire laissez passer, hoy miran con ojos asombrados las lucecitas de colores que cuelgan de cualquier pared, de cualquier parte, en el reducido centro de San Salvador, y boquiabiertos exclaman “¡he aquí el progreso. ¡Gracias padrino presidente, dios encarnado, Cristo redivivo, Jesús Salvador!”
Cuando el fin llegue y las aguas del río Lempa envenenen a las personas, los animales, las tierras y las plantas, todos van a decir “yo lo sabía”, pero ya no habrá remedio.
Cuando se haya barrido y limpiado toda prueba y el culpable haya huido, todos van a decir que ya desde hace mucho tiempo había descubierto que el presidente era un pícaro sinvergüenza, ladrón, hijo y padre de ladrones… Pero ya va a ser demasiado tarde.
Después de la desidia, cuando El Salvador ya haya muerto ninguna palabra de arrepentimiento valdrá la pena ser pronunciada.

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