Desahogarse. Por Manuel Alcántara.
Mira sus ojos con calma. Busca en ellos una señal. No puede entender que no reaccione tras lo que le ha contado que ha ocurrido. Sabe de su frialdad, de su capacidad de autocontención, pero conoce esa pequeña grieta que se abre de tarde en tarde en su mirada. Cuando ello sucede penetra en su interior que tan celosamente se reserva y logra arrancarle unas palabras, incluso una expresión de dolor, un suspiro que todo lo dice. Quizá ahora se produzca. No es posible que aguante tanto. Han hablado durante una hora mientras comparten el almuerzo con rutina; han pasado de abordar lugares comunes a examinar la enredada situación política para llegar a lo que de verdad importa. Después de contar su última ruptura amorosa calla momentáneamente. Es hora de preguntar. Una manera de impedir que el silencio se apodere de la escena y de apostar por la interpelación. Sus ojos no dicen nada.
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Busca un rincón en el aeropuerto donde poca gente pueda observarla. Tras montar el trípode y colocar el móvil va a comenzar la grabación de su podcast diario. Lleva su gorra puesta con la visera para atrás. Las gafas oscuras están montadas sobre su cabeza. Hoy tiene el humor por los suelos. Las grabaciones que hizo ayer no han salido bien y siente que el viaje ha sido una pérdida de tiempo. Antes de grabar hace una llamada para desahogarse, aunque verdaderamente lo que busca es satisfacer su autoestima. Dos cosas diferentes que, sin embargo, están muy vinculadas. La comunicación que tan bien conoce es su nexo. Escucha que su grabación acerca de la nutricionista embaucadora ha sido un éxito porque la creación de contenido realizada satisfizo con creces a su audiencia millonaria. Querría tener los ojos grandes, ese es su trauma permanente que al final manifiesta a su interlocutora porque las fotos que tan profusamente han circulado por las redes son miserables. Ríen y con ese humor efímero comienza a grabar.
El candidato no ha alcanzado los resultados esperados, pero todavía queda una segunda oportunidad. El asesor principal de la campaña le ha pautado un listado de actuaciones a llevar a cabo para la segunda vuelta. Respuestas concretas a los medios evaluando los aspectos positivos validados y los errores de la otra candidatura. Mensajes focalizados a sus seguidores para mantener viva su movilización y, sobre todo, la esperanza. Llamadas y encuentros personales con los miembros más próximos de su equipo para que el ánimo no decaiga y que no se debilite la confianza que siempre han depositado en él. Sí, se trata de replantear pequeños detalles y en ningún momento de mostrar signos de desánimo ni de duda. Pero él ha tirado la toalla, aunque no lo haya dicho a nadie. Su congoja es brutal. Está encerrado en la habitación desde que conoció el escrutinio y no hay nadie en su derrotero para decirle lo que siente: que el culpable de todo es él y nadie más. Quizá así podría salir del atolladero en que se encuentra.
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Teme no valer nada, que su vida carezca de sentido, aunque importe a los demás y se dedique a actividades que merecen la pena. Según William James eso tiene que ver con el “yo dividido”, que es la fuerza que impulsa a la gente a creer y, en buena medida, a dar sentido a su existencia. Pero ese estado dual es una condición permanente de su vida. Tal división supone el motor de su neurosis que nunca ha confrontado frente a nadie y menos ante ningún sicólogo. El desahogo está ausente de su vida. No hay canales para llevarlo a cabo ni encuentra a persona alguna que pueda acoger sus cuitas. No se trata de preguntar por soluciones ni de demandar interpretaciones al acontecer variopinto de cada día. Es más sencillo. Evacuar la pestilencia de sus contradicciones. Hacer explícitas sus obsesiones que apenas si han cambiado de forma a lo largo del tiempo. Por ello ni le resulta extraño ni le incomoda que su amiga le sugiera acudir a una sesión de terapia siquiera sea para desahogarse. Calla.
No ha dejado de hablar desde que se encontraron. No era una situación insólita. Siempre ocurría igual. Estar con su amigo de toda la vida que adoptaba con generosidad el papel de paño de lágrimas facilitaba ese estado de cosas. La verborrea que traducía la fase de ánimo en la que se hallaba lograba apaciguar no solo su enfado sino también dejar atrás días de tozudo silencio. Sentía que respiraba mejor y que la recurrente jaqueca le abandonaba por momentos. Su verbo fluía sin cortapisas. El miedo se alejaba y el bloqueo mental al que había estado sometido se desvanecía. El apremio que lo había invadido se disipaba finalmente. Sabía que había sido un acierto quedar aquella tarde, aunque ignoraba que su amigo había aceptado de inmediato la cita con entusiasmo porque necesitaba contarle el desastre que le acababa de acontecer y que le había sumido en el desconsuelo. Ahora, el desahogo de uno ahogaba la ansiedad del otro.
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Despacharse a gusto era un lujo en aquel tiempo. Cantar las cuarenta suponía un ejercicio que no estaba al alcance de cualquiera. Por eso su padre siempre le animó a contenerse. Una lengua mortificada constituía un seguro para evitar el conflicto. ¿Por qué hablar si nadie te ha preguntado? Le decía. Eso era con respecto a las relaciones con los demás o al acontecer en la calle, pero en lo concerniente a explicitar las cosas de uno se debía ser incluso menos locuaz. Lo íntimo a nadie interesa y por consiguiente las confesiones sobran. Entonces, el confesionario era una salida plausible, pero los tiempos habían cambiado hacía mucho. Hoy, ella le ha dicho que nada le haría más feliz si un día le hiciera patente su inequívoca confianza compartiendo sus cuitas. El silencio duró un buen rato, el suficiente hasta que las lágrimas se derramaron por sus mejillas.