La lucha en torno a la educación en la era del tecno fascismo.

Por: Marlon Javier López.

Tan pronto asumió la presidencia, el presidente Trump se dedicó a firmar decretos buscando tomar control sobre la enseñanza pública, dirigir recursos hacia escuelas privadas y expulsar estudiantes que se pronuncien en favor de Palestina. Dichas medidas son parte de una estrategia más amplia que busca destruir los pilares de la democracia, profundizando las desigualdades existentes. Con ello Trump da un paso más para imponer una pedagogía que niega el rol de los grupos subordinados a lo largo de la historia.

Trump representa la tradición más oscura de la historia de los Estados Unidos, tradición que va desde los tiempos de la ley de naturalización de 1790, que declaraba que solo los blancos podían ser ciudadanos estadounidenses hasta las visiones infernales de los grupos supremacistas que surgieron como reacción a las luchas de los obreros, afrodescendientes y otros grupos oprimidos.

Dicha historia de opresión y racismo no puede ser separada del capitalismo. El capitalismo, como dijo Marx vino al mundo chorreando lodo y sangre por los poros. Es un sistema que solo pudo prosperar con el saqueo y la esclavización de pueblos enteros. Sin embargo, a partir del siglo XX el capitalismo desemboca en imperialismo y el reparto del mundo se pone a la orden del día. Sabemos al mismo tiempo que las luchas interimperialistas desembocaron en dos guerras mundiales que amenazaron con dar al traste con el orden burgués en su totalidad; para evitar esto, Estados Unidos subordinó al resto de potencias imperiales a su dominio y forjó un nuevo orden mundial el cual prevalece hasta nuestros días.

En las últimas décadas el ascenso de China sobre todo ha representado una amenaza real a dicho orden y los intentos de Trump de convertir a los Estados Unidos en una nación expansionista a la vieja usanza, revelan la desesperación de la cual los grupos dominantes son presa en aquel país. Aunque ello tiene implicaciones geopolíticas de gran significado, también repercuten en el modelo social y político de los países. Estados Unidos, y con él muchos otros países occidentales, abandonan cada vez a mayor velocidad el modelo republicano y democrático y abrazan abiertamente nuevas formas de totalitarismo. Aunque estos cambios han sido progresivos y complejos, la principal característica ha sido, el desarrollo de una oligarquía tecnológica, nuevos señores feudales que se han apropiado del espacio público y en algunos casos (Elon Musk) lo han utilizado para promover una visión del mundo autoritaria.

De este modo, se ha impuesto una ideología que busca borrar la historia en aras de negar el papel de las luchas de los grupos subordinados en la construcción de una sociedad democrática. Aquellas voces que claman por una sociedad más justa son acusadas de promover una “ideología radical opuesta a los valores estadounidenses”. Se trata de eliminar el disenso, el pensamiento crítico, así como de despojar a la educación de todo rastro de autonomía. En última instancia es un ataque en contra de la noción misma de educación, cuyo rol es fundamental para la construcción de una democracia vibrante, pues como han explicado pensadores como Antonio Gramsci, Paulo Freire y John Dewey toda democracia necesita ciudadanos informados que asuman su rol como agentes activos que toman en sus manos su propio destino.

Siendo este el caso, no es casual el empeño de Trump por controlar la educación y despojarla de su rol como esfera pública y subordinarla al poder. Algo similar hemos vivido en El Salvador donde también el desmontaje de la democracia ha sido acompañado por intentos de borrar la historia (bastará con evocar la visión referente a los acuerdos de paz), así como de férreos ataques a la educación y al pensamiento crítico. Ejemplos de ello han sido el abandono y desfinanciamiento de la Universidad de El Salvador, el cierre de escuelas públicas, y el ataque constante a intelectuales públicos independientes, así como de periodistas.

Ante tal escenario, valdría la pena recordar que los marxistas siempre han otorgado un importante rol a la educación en la tarea de la edificación socialista. En su libro La Enfermedad Infantil del “izquierdismo” En El Comunismo Lenin escribió:

La conquista del Poder político por el proletariado es un progreso gigantesco de este último considerado como clase; y el partido se encuentra en la obligación de consagrarse más, y de un modo nuevo y no por los procedimientos antiguos, a la educación de los sindicatos, a dirigirlos, sin olvidar al mismo tiempo que éstos son y serán todavía bastante tiempo una «escuela de comunismo» necesaria, la escuela preparatoria de los proletarios para la realización de su dictadura, la asociación indispensable de los obreros para el paso progresivo de la dirección de toda la economía del país, primero a manos de la clase obrera (y no de profesiones aisladas) y después a manos de todos los trabajadores.

La educación por tanto no es inmune a las luchas de clase, entiéndase esto como la lucha por construir una sociedad democrática en la que el poder resida en las manos del pueblo, utilizando el lenguaje leninista una “dictadura del proletariado” vs la lucha por establecer un mundo basado en la exclusión de las grandes mayorías y el saqueo y despojo de pueblos enteros. En el contexto actual de nuevos autoritarismos ello implicará forjar la conciencia de

la ciudadanía en el proceso de lucha misma. La tarea es emprender una práctica pedagógica que no se desprenda de la tarea de construir un mundo más democrático y humano, la conciencia de la necesidad de este mundo y la forma que este adquiera será resultado de la misma lucha por construirlo, porque parafraseando a Hegel el camino no se puede separar de la meta.

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