Por Manuel Alcántara Sáez.
Las transacciones definen el componente social de las personas. Son los bienes, pero también las habilidades gestadas por la experiencia las que se intercambian desde siempre. Los afectos e incluso los gestos son igualmente objeto de trueque. Un tropel de cuestiones se alza en torno al bazar de la vida que terminan configurando el entramado de la existencia de la gente. La confianza que genera el crédito, la igualdad que aboca al trato justo, el avance que facilita la innovación antesala del progreso, el sometimiento al arbitraje de un tercero, son aspectos ligados a un escenario que unos pontificarán como infalible que es el mercado, otros satanizarán por su faceta tramposa y farandulera y un tercer grupo abogará por la necesidad de que en ese entramado complejo intervenga en mayor o menor grado una instancia aséptica.

No obstante, las transacciones también tienen su espacio en el interior de uno mismo. En lo más recóndito de la biología del ser humano o en el nivel de mayor complejidad de sus pensamientos se da una extraña tarea de compraventa. A veces es de forma autónoma, inconsciente, otras de manera vicaria, reflexiva. ¿Quién no ha escuchado hablar del intercambio de hormonas, del flujo cambiante de los niveles de oxígeno en la sangre o de las sinapsis neuronales? En otro orden, ¿quién no ha sentido en alguna ocasión que se traicionaba o se vendía a sí mismo, que pagaba con el miedo su falta de coraje o que la debida lealtad a alguien se engañaba en el pensamiento con enrevesados circunloquios?
Entran amartelados en el vagón del metro. Sus miradas son cómplices y la placidez los desborda. No cruzan palabra alguna, solo en un momento ella dice algo al oído de él. Ella mantiene un gesto bello que proyecta una mezcla de entrega, complacencia y sosiego. Pasan cuatro estaciones y él se despide. Apenas si rozan sus mejillas antes de pasar al andén. Las puertas se han cerrado. Ella trajina en su móvil, su mueca es ligeramente diferente. Tres estaciones más adelante con su mirada busca en la puerta del vagón al hombre que está entrando a quien, fuera de toda duda, ella espera. Se saludan con familiaridad. Conversan. Mientras él ríe ella apenas si esboza un rápido asomo de tímida sonrisa. Poco a poco su cara se ha transformado. Es otra. El metro llega a la última parada en que se desaloja el vagón. Caminan con las manos entrelazadas hacia las escaleras envueltos por la gente.

A pesar de que haya personas que así lo deseen, los sentimientos no constituyen monopolio alguno. Si nadie tiene el monopolio de la verdad tampoco tiene la exclusiva del amor a su pueblo. Pero eso no significa ni menos garantiza que las emociones sean sujeto de tráfico comercial. Si está en lo cierto el dicho popular que reza que “ni se compra ni se vende el cariño verdadero” ¿cómo interpretar la actitud del trío en el suburbano? Pareciera que la lógica mercantil se escapara de toda incumbencia o quizás fuera todo lo contrario. La pregunta es si esa simple secuencia, captada por azar por el observador, puede ser interpretada en términos contractuales como quisiera un buen economista impregnado de mercantilismo. ¿Quién entrega qué y a cambio de qué? Las miradas, el deseo, los roces, la incertidumbre, los silencios, el futuro, las diferentes formas de sonreír constituyen cadenas de una pléyade de argumentos la mayoría plausibles, pero que quizás repudian todo tipo de pacto.
El asunto se enreda al aparecer un análisis en un medio especializado que señala que heredar se está volviendo tan importante como trabajar. La compra de un inmueble hoy es más factible si se cuenta con capital procedente de una herencia que si este es el resultado del ahorro de años de trabajo. Ello pone en cuestión la meritocracia, así como al mismo capitalismo en detrimento del más rancio y garbancero proceso de acumulación.

Se vende el tiempo de los progenitores durante el que la hucha se llenó para comprar el piso porque el acumulado individualmente mediante el trabajo no llega. Queda señalado un valor diferente cuyo sentido en el marco de la rentabilidad ha cambiado. Se piensa si es oportuno comprar como al alimón se evalúa la idoneidad de la venta. En el intermedio alguien se lucra siempre sin necesidad de establecer una regla clara. Parece evidente que el capitalismo está en peligro cuando los beneficios que se obtienen al heredar la riqueza comienzan a superar lo que uno gana con su propio esfuerzo.
Los carnavales han concluido a pesar de que Mariano José de Larra dijo aquello de que “todo el año es carnaval”. Una forma irónica para denostar el constante comportamiento desenfadado y sobre todo informal de sus conciudadanos, máxime cuando lo que se cita menos es que justo antes Larra afirmó que “el mundo todo es máscara”. La cuestión es pertinente porque facilita poner en duda si en el carnaval de la vida hay diferentes máscaras para quien vende o para quien compra. ¿Cómo distinguir sendos papeles a priori?

Alguien relató en una ocasión la historia del vendedor que tras emitir la oferta al comprador terminó adquiriendo de este un precioso anillo que portaba. Los papeles así se invirtieron. Algo similar pudo suceder al hombre que entró al metro como el galán enamorado que acudía a un encuentro desconociendo lo que había pasado apenas cinco minutos antes. ¿Vendedor de ilusiones o comprador de afectos? O quien quiso adquirir una casa con el dinero recién heredado fruto de la venta de los bienes de quienes legaron y que hicieron del ahorro inmobiliario su razón de ser. No vender para al final poder comprar más habiendo escuchado un relato explicativo del precio porque nadie toma una decisión basada en un número, se necesita siempre una historia.