El olvido saqueado.

Por: Manuel Alcántara Sáez.

Fue en una tarde de verano cuando las horas se estiran tanto que el día parece no terminar nunca. El calor había amainado gracias a que una suave brisa se había apoderado del ambiente. El cielo raso anunciaba con el color violáceo en lontananza que el crepúsculo estaba por llegar. Había estado leyendo después de comer una novela en la que el protagonista era un joven aprendiz de escritor desplazado a una ciudad bulliciosa de un país lejano para encontrar la senda de su vocación que le llevara al éxito editorial. La escritura era amable, la trama estaba bien urdida, los personajes tenían consistencia y el tono desenfadado le habían llevado a estirar el tiempo hasta llegar a la última página. Había salido a dar su caminata diaria por la mañana temprano y en aquel momento ya no tenía afán alguno. La soledad era la compañera de siempre.

Entonces su mano distraída despertó al ordenador que estaba sobre el escritorio al caer en la cuenta de que debía buscar un viejo mensaje para recuperar una dirección a la que mandar un archivo que había comprometido. En la tarea pensó no tanto en el nombre remitente sino en una palabra clave que diera la pista correcta para alcanzar el propósito deseado. En el primer intento aparecieron mensajes equívocos que le sorprendieron por sus inesperados remitentes cuyo nombre no recordaba. De inmediato, tras la segunda búsqueda un nombre llamó su atención. La fecha del mensaje era de diez años atrás. Desde aquel momento no había vuelto a tener contacto alguno con aquella persona. Vagamente recordaba el motivo de la relación, los pasos dados, las peripecias vividas. Revisó otros mensajes más añejos hasta llegar al primero cinco años atrás. La senda quedaba conformada con un principio y un final, en todo caso lejanos.

La curiosidad le hizo tirar del anzuelo con otras pistas surgidas al azar que le condujeron a alguien que había muerto hacía unos meses y cuyo primer mensaje databa de veinte años atrás. Después navegó en un proceloso océano en el que aparecieron largos parlamentos conjugando un conflicto laboral que ya no recordaba; fogosas declaraciones de amor con aquella pareja cuya relación apenas duró dos años y que nunca tuvo claro por qué llegó a su fin; textos burocráticos que informaban de aconteceres o que suponían recomendaciones a terceros en su carrera profesional; confesiones hoy de apariencia banal que en su momento debieron suponer un atroz sufrimiento; acusaciones de incompetencia o de incapacidad que a la luz del tiempo transcurrido eran puras ñoñerías; noticias venturosas; historias lisonjeras; enfados arrinconados; alegrías pasajeras. Era una tropelía de cuestiones que así amontonadas no tenían ni pies ni cabeza.

El desfile de miles de personas enterradas en el olvido le produjo una sensación de vértigo atroz como nunca había sentido. Todas se encontraban allí presentes con asuntos que en un momento fueron pendientes o fugaces instantes de encuentro y que terminaron marginados en un saco cuya localización había ignorado por completo. El síndrome borgiano de Funes el memorioso cobraba un significado nada despreciable, pues recordar todo lo vivido era agobiante. Más aún, era detestable.

El recuerdo se había diluido de tal manera que daba la impresión de que el hecho que lo sustentaba no hubiera existido jamás. No solo algunas personas ya habían fallecido, de muchas no recordaba ni su cara ni su circunstancia, unas pocas constituían una confusa nebulosa, a otras prefería relegarlas, las menos seguían componiendo su acervo cotidiano. Un estremecimiento invadió todo su cuerpo y no supo qué hacer pues era imposible ignorar lo acontecido al toparse con aquel marasmo.

La noche se había adueñado de la escena y sus pensamientos alentados por recuerdos abandonados e insospechados ahora urdían el entramado de la memoria que había ido sepultándose poco a poco en capas superpuestas muy finas de aconteceres de toda guisa. Entendió que la benefactora función del olvido ahora resultaba mancillada. Sintió escalofríos por la forma en que todo aquello podría reconstruirse entrenando a nuevos mecanismos de articulación del lenguaje tan en boga en los últimos tiempos.

Poder repetir su vida en un instante, consumirla como el famoso relato para llenar numerosas noches veraniegas; asumir que todo estaba allí, no solo proyectando las frías palabras escritas sino captando el sentido del drama. Recordó aquella conferencia impartida por el conocido historiador a la que asistió lleno de dudas hace años sobre el sentido de la memoria en el presente. Si entonces aquello le sonó a un cuento de hadas hoy tiene la certeza de confrontar algo terriblemente siniestro.

Pensó en el amigo ya fallecido cuyas palabras estaban allí con su fina ironía, en las secuencias de sus cuitas y en el enfado por el proyecto que nunca salió adelante. Repasó los amores que a la postre fueron efímeros, las medias verdades, las ilusiones mancilladas, las heridas semi cerradas. Elucubró con que aquellos hilos configuraban una estructura reticular que era gran parte de su vida y que construía un avatar suyo al que no quería reconocer, pero que terceros podrían darlo por bueno. Especuló sobre la posibilidad de que ese montón de sucesiones cayera en manos de un gran hermano integrador de millones de trayectorias similares a las suyas, aunque cada una contuviera su propia singularidad.

La cabeza le daba vueltas perdido en una experiencia que no era hipotética, sino que sabía de su realidad porque aquello estaba allí mismo, al alcance de un clic impulsado por su mano. Asumía la piratería posible de algo que hasta entonces ignoraba, aunque alguna vez y de modo pasajero se lo había preguntado, y que ahora en su inmensidad concebía como un saqueo. Una siniestra acumulación de parcelas de lo que hoy, no sin ciertas dudas, le parecía que había sido su vida cuya evidencia había enterrado en el olvido durante años  y que en esa noche de estío se manifestaba de esa forma tan devastadora. Un armazón del que quería desembarazarse sin saber cómo.

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